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Violetas de Tefia

Enviado por   •  10 de Abril de 2018  •  9.938 Palabras (40 Páginas)  •  350 Visitas

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—Tú aquí te llamas como yo te diga, y yo digo que te llamas Manuela. — Varios de los guardias rieron al chiste de su superior—. ¿Tiene la nenita algo que objetar?

Manuel elevó su mirada hacia el alto hombre mientras lamía la sangre que corría por su labio partido, pero no le contestó.

—¿No? Pues arriba, vamos. —Le ayudó a incorporarse tirándole del cabello y lo empujó hacia la salida del banco de cantera—. El capellán quiere conocerte.

—¿El capellán? —inquirió Manuel. El labio le ardía, pero no quería demostrar su dolor ante ese hombre.

—El padre José se encargará de tu reeducación espiritual, como él la llama. —Se dirigían hacia el edificio principal—. Nosotros nos encargamos de tu reeducación corporal —añadió con sarcasmo—, ¿lo entiendes? De aquí o sales como un hombre hecho y derecho, o no sales.

Entraron en el pesado edificio de piedra gris y aunque allí estaban resguardados del furioso sol del mediodía, adentro el calor parecía aún más sofocante que al aire libre. El edificio tenía tan sólo dos plantas y aun así era el más alto del lugar. El resto de las edificaciones eran apenas unas bodegas donde dormían los presos, los almacenes, una diminuta capilla y el edificio de la guardia, además de las murallas que rodeaban el complejo para evitar que los presos escaparan. De todas maneras, pensaba Manuel, no había lugar al que escaparse, estaban en medio del puto desierto.

El despacho y las habitaciones del capellán se encontraban en la segunda planta, donde hacía aún más calor. Castro lo empujó escaleras arriba y lo guió hasta una puerta que alguna vez había sido verde y cuyo único signo distintivo era una cruz de acero atornillada a ella.

El Sargento dio dos cortos golpes antes de abrir y hacer pasar al joven. Don José estaba sentado tras un escritorio, leyendo unos papeles que tenía ante sí. Sólo se oía en la habitación el aleteo de un ventilador que daba vueltas en el techo, el único lujo que Manuel había visto desde que llegó allí. Lo que más le llamó la atención, sin embargo, fue una jarra de cristal llena de agua y un vaso que estaba junto a ella, sobre la mesa.

—¡Ah! —El capellán se levantó de la mesa y se acercó al chico—. Tú debes de ser Manuel.

El chico asintió. Oyó como a su espalda se cerraba la puerta, pero seguía notando la presencia del Sargento en la habitación. Aun así no se giró.

—Siéntate hijo —le decía el capellán con una familiaridad y un calor anormales para el lugar. Le indicó la silla que había frente al escritorio antes de volver a su sitio. Al estar sentado, los ojos de Manuel miraron involuntariamente a la jarra de agua. —¿Quieres beber? —le preguntó el capellán.

—Sí padre, por favor.

El cura le dedicó una benévola sonrisa mientras vertía agua en el vaso y se lo ofrecía. Manuel bebió con ansiedad.

—Bueno, veo que aunque llegaste ayer, ya estás metido de pleno en el trabajo de la cantera. Bien, muy bien, el trabajo duro no sólo fortalece el cuerpo, sino también el alma. —Volvió a sonreírle y entrelazó sus dedos sobre la mesa —. Bueno, hijo mío, ¿sabes por qué estás aquí?

Manuel se ruborizó.

—Sí, padre.

El capellán asintió.

—La sodomía es pecado, hijo mío. Dios no quiere que los hombres desperdicien su semilla en relaciones impuras. Y ahora, gracias al “Generalísimo” Franco, también es delito. Este lugar castiga tu cuerpo, aunque sólo durante un corto periodo de tiempo, pero si persistes en tus vicios, lo que te espera es una eternidad en el infierno, ¿es eso lo que quieres para tu alma?

El chico negó con la cabeza.

—Pues da gracias, Manuel, porque aquí no estás sólo para ser castigado, sino también para ser curado y perdonado. Yo hijo mío, puedo ayudarte y guiarte, mostrarte la luz de Dios. Pero abandonar tus repugnantes y pecaminosos actos sólo depende de ti. Dime Manuel, ¿quieres ser salvado?

—Lo que yo quiero es volver a mi casa —musitó el joven.

—¿Y cómo, hijo mío, si tu madre te ha repudiado?

Manuel levanto la mirada con sorpresa, ¿cómo podía el capellán saber eso?

—Pero no te preocupes —continuó el cura—. He escrito a tu madre para decirle que aquí te reformaremos y que cuando vuelvas a casa serás un verdadero soldado de Cristo. —Se levantó y comenzó a caminar por la habitación, fuera del campo de vista de Manuel. Al final, el joven sintió una húmeda mano sobre su hombro y un susurro junto a su oído—. Cuánta pena me da ver a un joven como tú perdido en las llamas de la depravación, pero aún hay salvación para ti. Estoy seguro que no ha sido culpa tuya, sino que han sido otros hombres que te han seducido, bebiendo de tus puras aguas hasta corromperlas. La luz de Dios te mostrará el camino. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde tu última confesión?

—No lo sé. Mucho tiempo.

—Pues ya es hora de que vuelvas a acercarte a la Iglesia y confieses tus pecados.

El cura se calló, mirándolo expectante. Manuel tardó un momento en entender.

—¿Cómo? ¿Ahora? —Esta vez sí miró hacia atrás, encontrándose con la mueca burlona de Castro—. ¿Delante de él?

—Sí, hijo mío. El Sargento es un hombre piadoso y él entiende. Vamos, confiesa tus pecados.

—No. —Manuel se puso en pie, acalorado. El golpe le llegó por detrás y lo tomó por sorpresa. Al intentar incorporarse vio al Sargento elevando de nuevo su porra para golpearle otra vez, esta vez en pleno rostro. Cayó al suelo, gimiendo de dolor, y sintió cómo le tiraban del cabello para levantarlo y obligarlo a mantenerse de rodillas. El cura puso una mano sobre su hombro, en un gesto de fingida compasión.

—La humildad es una virtud, y yo no puedo ayudar a los que carecen de ella. Debes aprender a obedecer y renunciar a tus vicios. Repite conmigo: Perdóneme padre, porque he pecado.

Manuel cerró los labios con obstinación. Esta vez la porra se dirigió a su abdomen. Doblándose de nuevo sobre

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