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El mito de la educación como fabricación.

Enviado por   •  10 de Marzo de 2018  •  30.910 Palabras (124 Páginas)  •  313 Visitas

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He ahí, pues, al educador muy lejos de la impotencia a la que a veces se le ha pretendido condenar. He ahí que es capaz de identificar las situaciones que permiten «hacer un hombre». He ahí, incluso, que puede conseguir que se cumplan sus propias predicciones por la sola fuerza de su mirada, por la atracción intrínseca de sus convicciones. No sorprende, pues, que, para describir el fenómeno del «efecto expectativa», Rosenthal y Jacobson recurriesen al mito de Pigmalión y titulasen su obra, precisamente, Pygmalión en la escuela.

La modernidad, en ese punto, se adscribe, y trata de realizarlo a gran escala, a un proyecto que la mitología griega nos ofrecía ya, de forma arquetípica, en la historia de Pigmalión. Pigmalión, nos cuenta Ovidio en Las metamorfosis, es un escultor taciturno, quizá incluso algo misántropo, que vive solo y consagra toda su energía a la elaboración de una estatua de marfil que representa a una mujer tan hermosa «que no podía deber su belleza a la naturaleza». Una vez terminada su obra, Pigmalión se comporta con su estatua de un modo extraño: «la besa e imagina que sus besos le son devueltos», le pone las mejores ropas, la colma de regalos y de joyas, y por la noche se acuesta junto a ella. Venus, la diosa del amor, que pasaba por ahí con ocasión de unas fiestas en su honor, se conmovió ante ese extraño cuadro y accedió a la petición de Pigmalión: dio vida a la estatua, la cual, de ese modo, pudo convertirse en la mujer del escultor... Dejemos de lado a Venus, que ahí hace que se cumpla el anhelo del escultor, y quedémonos con el nudo de la historia, una extraña historia de amor y de poder: un hombre consagra toda su energía, toda su inteligencia, a «hacer» una mujer, una mujer que ciertamente es obra suya y que sale tan conseguida que él quiere como sea infundirle la vida.

El Pigmalión de Ovidio tendrá una larga descendencia literaria. El propio Rousseau adaptó la historia en una «escena lírica» de gran éxito en su tiempo. El texto, escrito en 1762, iba acompañado de música y se interpretó en Lyon y en París, donde, según las gacetas de la época, «la concurrencia de público fue prodigiosa». Vemos ahí a un escultor que, frente a una de sus estatuas, expresa, ante su creación, una multitud de sentimientos contradictorios: desaliento y postración cuando constata que su obra «no es más que piedra», febrilidad cuando cae presa del deseo desbordante de llegar más allá de la sola fabricación material, pánico cuando se da cuenta del sentido oculto de sus propias intenciones, orgullo inmenso por haber logrado un producto tan hermoso «que supera todo lo que existe en la naturaleza y rivaliza con la obra de los dioses», entusiasmo y fascinación cuando admite «que no se cansa de admirar su obra, que se embriaga de amor propio y se adora a sí mismo en lo que ha hecho» (1964, p. 1.226). Luego, el escultor se embala y sus sentimientos se exacerban: pasión, ternura, vértigo de deseo, abatimiento, ironía hacia sí mismo y hacia su voluntad a la vez imperiosa e irrisoria de infundir vida al mármol, miedo, delirio... hasta que sus anhelos se cumplen, hasta el «éxtasis» cuando la estatua, por fin, se anima: «Sí, querido objeto encantador; sí, obra maestra digna de mis manos, de mi corazón y de los dioses... eres tú, sólo tú eres: te he dado todo mi ser; ya sólo viviré a través de ti» (ibid., p. 1.231).

Pigmalión está aquí, sin duda, hecho a imagen del educador. Y es evidente que Rousseau, familiarizado con los asuntos educativos, escogió el personaje sabiendo lo que hacía... hasta tal punto que ciertas críticas literarias consideran sin vacilación que ese breve texto desvela «aquello que el moralismo disimula en Emilio y en La Nouvelle Héloise» (Demougin, 1994, p. 1.276). Más allá o más acá de las intenciones pedagógicas, se podría detectar ahí algo así como un proyecto fundacional, una intención primera de hacer del otro una obra propia, una obra viva que devuelva a su creador la imagen de una perfección soñada con la que poder mantener una relación amorosa sin ninguna alteridad y consumada en una transparencia completa. Amar la propia obra es amarse a sí mismo porque se es el autor, y es también amar a otro ser que no hay peligro que escape, puesto que uno mismo se ha adueñado de su fabricación. Esa creación, claro está, es una aventura dolorosa cuyas etapas se corresponden, probablemente, con los distintos movimientos musicales de la «escena lírica» de Rousseau: adagio, allegro vivace, andante, largo, scherzo... Obstinación en esmerarse para que la obra sea lo más lograda posible, cólera ante la resistencia del otro y la lentitud de sus progresos, apasionamiento cuando las cosas empiezan a desbloquearse y se siente que se está cerca del éxito, desaliento cuando se descubre que, a fin de cuentas, no se ha conseguido nada, tristeza en las expansiones sobre el propio destino, entusiasmo cuando se expone el proyecto a quienes se quiere convencer, inquietud de no estar a la altura de la tarea, serenidad al reemprender tranquilamente el trabajo... y «éxtasis», a veces, cuando el otro colma nuestros deseos y se acurruca dentro de nuestro proyecto, cuando por fin se puede amarle y amarse a uno mismo sin reserva. ¿Qué educador no ha conocido esos momentos y no los ha vivido con mayor o menor intensidad? Pero, también, ¿qué educador no ha descubierto, cierto día, que, más allá de los infrecuentes momentos de «éxtasis», no se ha conseguido nada definitivo? La narración de Ovidio y la de Rousseau terminan en el momento en que la estatua cobra vida. Expresan de ese modo, sin duda, una intención que a todos nos «labra» en profundidad... ¡pero nos dejan con la criatura en brazos, y nos obligan a conformarnos con la simple suposición de que los personajes, seguramente, como en los cuentos de hadas, «se casarán y tendrán muchos hijos»! Ahora bien: en la vida, las cosas no se interrumpen de ese modo y, después del «éxtasis», hay que seguir viviendo. En la vida, las estatuas, aunque sean perfectas, si uno se arriesga a darles la vida, nunca son del todo sosegadoras.

Bernard Shaw lo tuvo claro cuando retomó el tema de Pigmalión en una obra teatral que tuvo un éxito considerable. Estamos en el Londres de comienzos de siglo y asistimos a una curiosa «experiencia pedagógica» (Shaw, 1913). El doctor Etiggins, un especialista en fonética que vive como solterón empedernido en un laboratorio extraño donde, valiéndose de instrumentos curiosos e imponentes, intenta reproducir la voz humana, acepta el reto de transformar a una florista en una duquesa. Lo conseguirá hasta tal punto que, en una gran fiesta, Liza será la admiración de toda la aristocracia londinense. Pero las cosas no tardarán en complicarse: la joven va cobrando

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