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LA CONJURA DE LOS ENCOMENDEROS.

Enviado por   •  25 de Abril de 2018  •  5.420 Palabras (22 Páginas)  •  248 Visitas

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encargando a sus aliados indígenas propagar la versión de que se dirigía en auxilio de Carvajal, que a su vez iba tras los pasos de Zenteno. El ardid dio resultados pues el virrey sacó sus tropas de Popayán con intenciones de apoderarse de Quito. Entretanto, los gonzalistas desandaron sus pasos y volvieron sobre dicha ciudad. Desoyendo voces más juiciosas, el virrey dio la orden de dar batalla en el cercano valle de Iñaquito, donde arengó a sus tropas realzando su lealtad al monarca. Gonzalo Pizarro hizo lo propio frente a los suyos: Compañeros a pelear y a defender vuestras libertades, pueblos y haciendas. Empezaba la tarde del 18 de enero de 1546.

El primer contacto fue entre las caballerías, y tras una breve y frágil paridad los arcabuces gonzalistas rompieron el equilibrio, pues a las fuerzas del virrey se les agotaba la pólvora. Luego ocurrió el desastre. Sin poder defenderse del fuego enemigo, los realistas volaban despedazados por los aires, mientras la caballería rebelde arrollaba sin compasión a los que huían, y los arcabuceros no cesaban de disparar. El virrey que con arrojo se batiera a caballo por el flanco izquierdo fue finalmente alcanzado por un hachazo mortal en la cabeza.

Al principio no se pudo identificar al moribundo pues llevaba un uncu o túnica indígena encima de la armadura, para no ser un blanco fácil. Pero poco después un soldado lo reconoció. La noticia le llegó rauda al licenciado Benito Suárez de Carbajal, cuyo hermano Illán había sido asesinado en Lima por el virrey. Te mataré, dijo desenvainando la espada ante la cabeza agrietada del moribundo. Quería ultimarlo con sus propias manos y vengar así a su hermano, pero en ese momento Pedro de Puelles que reemplazaba a Carvajal se interpuso. Constituía una bajeza matar a un hombre ya caído. Entonces Benito Suárez le pidió a un esclavo suyo que degollase al virrey con un solo golpe de sable. No contento con ello, el vengador hizo que le cortaran la barba y el bigote, y los colocó en su sombrero a guisa de penacho. Luego, la cabeza desmembrada del virrey fue arrastrada por el suelo hasta Quito, en donde se le puso en la picota. Triste final para el primer virrey del Perú.

dos

Los gonzalistas habían llegado demasiado lejos. Después de la victoria de Iñaquito, el poder del caudillo militar parecía invulnerable. Carvajal, el Demonio de los Andes le escribía desde Andahuaylas: Debéis declararos rey de esta tierra conquistada por vuestras armas y las de vuestros hermanos. No os intimidéis porque habladurías vulgares os acusen de deslealtad. Ninguno que llegó a ser rey tuvo jamás el nombre de traidor. Los gobiernos que creó la fuerza, el tiempo los hace legítimos. De cualquier modo, rey sois de hecho y debéis morir reinando.

El oidor Vásquez de Cepeda, convertido en consejero jurídico de la insurrección, fue de la misma opinión. En medio de continuas adulaciones le sugirió que se declarase soberano del Perú y que se coronase de una vez. Gonzalo Pizarro dudaba. Algunos escrúpulos lo detenían. Por su cabeza no pasaba la idea de enfrentarse a Carlos V, pero tenía sentimientos encontrados.

En su imaginación Gonzalo se veía gobernando con la mascaypacha ceñida en la cabeza. Pretendía como su hermano unir su linaje al de los incas, para lo cual pensaba casarse con su sobrina carnal de doce años. Francisca, la hija de su hermano Francisco e Inés de Huaylas, era nieta a su vez de Huayna Cápac. En medio de aquel sueño veía una inmensa gleba india, vastos campos y feudos unidos bajo su sólido estandarte, castillos con almenas sobre las grandes rocas de los Andes. Incluso se hizo confeccionar un vestido de terciopelo amarillo bordado con hilos de oro, que iba debajo de su traje de armas. Los hilos áureos decoraban también el sombrero emplumado.

A finales de 1545 llegaron a la corte española las dramáticas noticias del alzamiento de Gonzalo Pizarro y la expulsión del virrey. Para sofocar la revuelta Carlos V que estaba en Alemania delegó la decisión en su hijo, que oficiaba de regente mientras duraba su ausencia. El futuro Felipe II nombró en febrero de 1546 a un licenciado y religioso, feo, deforme y contrahecho para más señas, llamado Pedro de la Gasca. Pero el clérigo puso sus condiciones. Con su consabida sagacidad exigió que le concedieran facultades extraordinarias: No marcharía al Perú sin que el emperador me diese poder llano y absoluto, como si fuera el César, para nombrar los cargos que vacaren, separar incluso al virrey, y perdonar cualquier clase de delitos. No quiero sueldo ni recompensa de especie alguna; con mis hábitos y mi breviario espero llevar a cabo la empresa que se me confía.

Al emperador no le quedó más remedio que concederle tales prerrogativas, acompañando a su título de presidente de la audiencia, cerros de cédulas reales y cartas firmadas en blanco. La situación era alarmante y cundía el pánico en la corte. Las colonias sudamericanas amenazaban con emanciparse precozmente. Las fuerzas de Zenteno habían fracasado estrepitosamente en Charcas tras el empuje y la crueldad del veterano Francisco de Carvajal. Los restos de las tropas del virrey Núñez Vela huían en estampida y carecían de jefatura. El poder de Gonzalo Pizarro no conocía de límites.

La Gasca recién pudo embarcarse rumbo al Perú en mayo de 1546, y se enteró de la salvaje muerte del virrey dos meses después, cuando estaba frente a las costas atlánticas de Santa Marta. Luego de cruzar el istmo, llegó a la ciudad de Panamá y no fue bien recibido. Entre amenazas, abucheos y mofas por su aspecto, trató de convencer de que su misión era pacificadora e inmediatamente derogó las Leyes Nuevas y reorganizó la audiencia. Los encomenderos se quedaron sin demasiados argumentos.

El jefe de la armada gonzalista Alonso de Hinojosa que fue a recibirlo, le preguntó si venía a confirmar a Gonzalo Pizarro o a deponerle, pero el cura salió del paso con evasivas. Hinojosa avisó a Pizarro de lo que sucedía: La Gasca con toda su reputación de santo es el hombre más mañoso que hay en toda España y el más sabio y no cesa de prometer el oro y el moro para que se sumen a su bando. Finalmente Hinojosa y la armada pizarrista fueron ganados para la causa del rey, acogiéndose a un perdón general muy celebrado en todo Panamá. También Lorenzo de Aldana, que tenía la misión de llevar los mensajes de Gonzalo Pizarro hasta el mismo emperador, terminó desertando y pasándose al bando realista.

La Gasca aprovechó su estadía en Panamá para escribirle una larga y meditada carta a Gonzalo Pizarro, que envió mediante los buenos oficios del extremeño Pedro Hernández Paniagua, quien fungía de embajador y espía del clérigo. El año 1546 agonizaba cuando el anciano mensajero tocó la puerta

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