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“La rueda de la vida” de E.Kubler Ross.

Enviado por   •  6 de Julio de 2018  •  27.982 Palabras (112 Páginas)  •  415 Visitas

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La niña alternaba momentos de consciencia e inconsciencia, así que nunca llegaron a hablar. Pero se sentían muy a gusto juntas, relajadas y en confianza; se miraban a los ojos durante períodos de tiempo inconmensurables. Era su manera de comunicarnos; largas e interesantes conversaciones sin emitir el menor sonido. Constituía una simple transmisión de pensamientos. Lo único que tenían que hacer era abrir los ojos y comenzar la comunicación.

Ella deseaba escuchar sus voces; deseaba sentir la tibia piel de mis padres y oír reír a mis hermanas. Ellos apretaban las caras contra el cristal. Le enseñaban dibujos enviados por mis hermanas, sonreían y me hacían gestos con las manos. En eso consistieron sus visitas mientras estuvo en el hospital.

Entonces uso los dientes; los labios no paraban de sangrar. La doctora la detestaba por ser una niña terca, rebelde y desobediente. Pero no era nada de eso; estaba enferma, sola y ansiaba el calor del contacto humano. Ella solía frotarse uno con otro los pies y piernas para sentir el consolador contacto de la piel humana. Ésa no era manera de tratar a una niña enferma, y sin duda había niños mucho más enfermos que yo que lo pasarían aún peor.

A paso lento volvió a la normalidad. Como comprendería mucho más adelante, mucho después de haberse convertido en uno de esos médicos de hospital de bata blanca, su recuperación se debió en gran parte a la mejor medicina del mundo, a los cuidados y el cariño que recibí en casa.

- MI CONEJITO NEGRO.

El resto del día pensaba en Blackie, preguntándose si ya lo habrían matado, si sabría que lo quería y que siempre lo echaría de menos. Lamentaba no haberse despedido de él. Todas esas preguntas que hice, y no digamos la actitud, sembraron la semilla para su trabajo futuro. Odié el sufrimiento y su padre.

Después de las clases entro lentamente en el pueblo. El carnicero estaba esperando en la puerta. Entregó la bolsa tibia que contenía a Blackie y comentó:

Es una pena que hayas traído a esta coneja. Dentro de uno o dos días habría tenido conejitos.

Para empezar, yo no sabía que Blackie era coneja. Creyó que sería imposible sentirse peor, pero se sintió peor. Deposito la bolsa en el mostrador.

Más tarde, sentada a la mesa, contemplo a su familia comerse el conejito. No lloro, no quería que sus padres supieran lo mucho que le hacían sufrir.

Su razonamiento fue que era evidente que no le querían, por lo tanto tenía que aprender a ser fuerte y dura. Más fuerte que nadie.

Cuando su padre felicitó a su madre por aquel delicioso guiso, dijo: "Si eres capaz de aguantar esto, puedes aguantar cualquier cosa en la vida."

Cuando tuvo diez años se mudaron una casa de tamaño mucho mayor, a la que llamaban "la Casa Grande", situada a más altura sobre las colmas que dominaban el pueblo. Tenían seis dormitorios, pero sus padres resolvieron que sus tres hijas continuaran compartiendo la misma habitación. Sin embargo, para entonces el único espacio que a importaba era el del aire libre. Tenían un jardín espectacular, de casi una hectárea, cubierto de césped y flores, lo que ciertamente fue el origen de su interés por cultivar cualquier cosa que brote y dé flores. También estaban rodeados por granjas y viñedos, tan bonitos que parecían una ilustración de libro, y al fondo se veían las escarpadas montañas coronadas de nieve.

Vagabundeaban por el campo en busca de animalitos heridos, para llevarlos a "su hospital" del sótano. Para sus pacientes menos afortunados, que no sanaban, hizo un cementerio a la sombra de un sauce y me encargaba de que siempre estuviera decorado con flores.

Sus padres no protegían de las realidades de la vida y de la muerte que ocurrían de modo natural, lo cual permitió asimilar sus diferentes circunstancias así como las reacciones de las personas. En tercer año llegó a su clase una nueva alumna llamada Susy. Su padre, un médico joven, acababa de instalarse en Meilen con su familia. No es fácil comenzar a ejercer la medicina en un pueblo pequeño, así que le costó muchísimo atraerse pacientes. Pero todo el mundo encontraba adorables a Susy y su hermanita.

Me impresionó mucho más la muerte de uno de los amigos de mis padres. Era un granjero, más o menos cincuentón, justamente el que nos llevó al hospital a su madre y a ella cuando tuvo neumonía. La muerte le sobrevino después de caerse de un manzano y fracturarse el cuello, aunque no murió inmediatamente.

En el hospital los médicos le dijeron que no había nada que hacer, por lo que él insistió en que lo llevaran a casa para morir allí. Sus familiares y amigos tuvieron mucho tiempo para despedirse. El día que fueron a verlo estaba rodeado por su familia y sus hijos. Tenía la habitación llena a rebosar de flores silvestres, y le habían colocado la cama de modo que pudiera mirar por la ventana sus campos y árboles frutales, los frutos de su trabajo que sobrevivirían al paso del tiempo. La dignidad, el amor y la paz que vi allí me dejaron una impresión imborrable.

Fuera lo que fuese lo que le sucedió a Susy, se desarrolló en la oscuridad, detrás de cortinas cerradas que impidieron que los rayos del sol la iluminaran durante sus últimos momentos. En cambio el granjero había tenido lo que yo ahora llamo una buena muerte: falleció en su casa, rodeado de amor, de respeto, dignidad y afecto. Sus familiares le dijeron todo lo que tenían que decirle y le lloraron sin tener que lamentar haber dejado ningún asunto inconcluso.

A través de esas pocas experiencias, comprendió que la muerte es algo que no siempre se puede controlar.

- Fe, esperanza y amor.

Tuvo suerte en la escuela. El interés por las matemáticas y la literatura me convirtió en uno de esos escasos niños a los que les gusta ir a la escuela. Pero no reacciono así frente a las clases obligatorias y semanales de religión. Fue una pena, porque ciertamente sentía inclinación por lo espiritual. Pero el pastor R., que era el ministro protestante del pueblo, enseñaba las Sagradas Escrituras los domingos de un modo que sólo inspiraba miedo y culpabilidad, y yo no me identificaba con "su" Dios.

Era un hombre insensible, brutal y rudo. Sus cinco hijos, que sabían lo poco cristiano que era en realidad, llegaban a la escuela hambrientos y con el cuerpo cubierto de cardenales. Los pobres se veían cansados y macilentos. Le guardaban

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