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Cuando muero quiero que me toquen cumbia

Enviado por   •  1 de Febrero de 2018  •  10.376 Palabras (42 Páginas)  •  355 Visitas

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CAPÍTULO II

Sabina, la mamá de Víctor muerto por la policía, se ganaba hacía tiempo la vida con un empleo elegido deliberadamente en los contrapuestos del oficio ilegal de su hijo. Una vez en el remise que los llevaba por la Panamericana hacia la villa, dijo que ya no sabía qué hacer para que dejara de delinquir.

[…] “en que ya no supo qué más hacer para frenarlo, para convencerlo que dejara el delito.” (Pág. 40).

Se inscribió en un curso de seguridad. Antes de ser custodia y de manejar un arma, Sabina había hecho un largo camino de esfuerzos por lograr una estabilidad económica para proporcionar a su familia lo que ella nunca había tenido.

Tenía 14 años cuando se enamoró de un gendarme. Su padre, aborrecía los uniformes.

“Cuando supo que estaba embarazada me dio una paliza con esos látigos que se usan para arrear a los animales. Me sangraba la espalda” […]. (Pág. 41).

Esperó un año hasta que su hermano mayor, que se había ido a Buenos Aires, le enviara dinero para el pasaje. Llegó a San Fernando a trabajar cama adentro en la casa de una familia acomodada, ahí conoció a una mujer que se convertiría en su madre.

“Justo en esa casa trabajaba también la que después yo tomé como mi verdadera mamá, Odulia Medina” […]. (Pág. 41).

Volvió a enamorarse de un hombre que parecía bueno y sería padre de su segundo hijo. Pero todo fue peor. Compraron un terreno en José C. Paz y se fueron a vivir juntos. Pato tenía dos años cuando escapó de él y de los golpes hacia la casa de sus nuevos padres.

Lo intentó otra vez, con un tercer amor. Se mudó con sus nuevos suegros, quedó embarazada de Graciana, y tampoco duró. Ella había hecho un curso de fotografía. Él era tornero.

“Ganaba lo suyo pero lo dilapidaba[10] en alcohol y juerga[11], se iba los viernes y aparecía los lunes.” […]. (Pág. 42).

Nació Víctor. Toleró la situación hasta que falleció la suegra:

“único reaseguro[12] de protección en esa convivencia tortuosa con el padre de su último hijo.” […]. (Pág. 42).

Tenían una cuenta bancaria en común con su marido y un día se encontró con el saldo en cero, desperdiciado en mujeres y en alcohol. Todo concluyó un mediodía en el que comenzaron a discutir, y él le apuntó con un arma en la cabeza frente a los chicos. Posteriormente, se puso a hacer tiro al blanco, en un Cristo de yeso que ella adoraba.

Sabina había hecho amigos tomando fotografías entre ellos un puntero político que tenía contacto con la Comisaría de Otero; al contarle lo sucedido lo llevaron preso y ella aprovechó esta situación para escapar, yéndose a vivir a la villa, en donde compró el rancho.

Víctor Vital no convivió con su padre. Sólo lo conoció por los escándalos que hacía a Sabina en la puerta del rancho, amenazándola con que la iba a matar. Sabina fue quien lo cuidó y se esforzó duramente por darle lo que necesitaba Víctor:

“desde las zapatillas Adidas hasta el mejor guardapolvo. Pero ella misma dice que por ese afán por el trabajo no pudo controlarlo. “Como arrancamos otra vez solos yo no estaba nunca en casa. Tenía que laburar para alimentarlo bien”. (Pág.42)

[…] “La moto de Víctor, una XR 100 que le había comprado Sabina con ahorros y muchas horas extras como vigiladora privada” […] (Pág.45)

Sabina sentía que Víctor se le fue de las manos. Empezó con la droga, y de ahí en adelante ya no hubo manera de frenarlo. A los trece años ya empezaron las denuncias policiales.

“El Frente empezó a apartarse del sagrado camino que para él había imaginado su madre cuando tenía 12 y todavía estaba en séptimo grado. La escuela le resultaba un aburrimiento insufrible[13] y la calle le daba vértigo, pero lo seducía.” (Pág.43)

Una de sus primeras mentiras era aparentar un malestar para no ir a la escuela.

“Aprovechó el día que se cayó jugando para simular un dolor de quebradura en el brazo” (Pág.43)

Manuel lo conoce en ese momento.

“Él se empezaba a escapar y a juntarse con nosotros. Andaba, me acuerdo, con el brazo enyesado, pero se lo había hecho enyesar para no ir al colegio. Era mentira, nosotros sabíamos y nos matábamos de risa por eso. Después la madre se enteró cuando lo llevó a un médico. Ahí lo empezamos a conocer. Nos íbamos juntos para Belgrano: con mis hermanos, el Javier y el Simón, ya robábamos por esos lados. Era una época de bicicletas re caras, las vendíamos a doscientos pesos”. (Pág.43)

Desde entonces fue prohibida esa mala junta. El afecto y la lealtad en el robo y los vicios los llevó a la clandestinidad.

“Nos veían juntos por el barrio y pensaban cualquiera”, me contó Manuel en un atardecer desasosegado de otoño. “Igual que ahora, aunque yo no ande robando, si te ven con algo nuevo puesto nos preguntan si nos estamos yendo a robar a Capital”. (Pág.46)

“El estigma[14] del chorro se convierte con el tiempo en algo asumido aún después de salir del círculo vicioso del delito; pero, reconoce Manuel, se vive con cierto odio cuando ya no se asalta, cuando se intenta el “rescate”, cuando las armas a lo sumo sirven para defensa en el interior del propio territorio, para la intimidación, quizás para la venganza.” (Pág. 46- 47).

Manuel, piensa que fue la policía y los jueces quienes los marcaron con el:

“sello de la peligrosidad y la violencia como si la portaran en la sangre, como si se trataran de males incurables y congénitos.” (Pág. 47)

Desde que cayeron por primera vez nadie los quería ver juntos. Los mismos policías les decían a las madres, que iban presos porque se juntaban y hacían sus correrías, lo que podría evitarse.

“Era apenas mirarse. Y la calle se les convertía en un prado de posibilidades.” (Pág. 47)

El Frente y sus compañeros, como Manuel, daban parte del botín al consumo de alcohol y se lo gastaban en baile, venían cuatro mil jóvenes desde todos los puntos del conurbano norte, en micros que pasan por los recovecos

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