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Acerca de la columna de hierro de Taylor Caldwell

Enviado por   •  25 de Octubre de 2017  •  8.442 Palabras (34 Páginas)  •  671 Visitas

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Capítulo 41

Cicerón tiene una influencia enorme en Roma. Menos mal que no se da cuenta de ello. Craso era un hombre de unos cuarenta y cuatro años de edad, robusto y musculoso, algo bajito y ancho de hombros. Por lo tanto asombraba ver la pequeñez de su cabeza, sus rasgos perfilados, sus hundidos y relucientes ojos grises bajo su estrecha frente. El cabello era espeso y áspero, parcialmente encanecido y rebelde al peine. Era patricio, como el difunto Sila; pero al revés de éste no sentía el orgullo de raza y familia, ni tenía honor, por muy pervertido que hubiera estado el de aquél. A pesar de todas las cosas que hizo, Sila amaba a su país. Craso no amaba más que a su propia persona y al dinero. Era un astuto financiero, inmensamente rico, traficando en esclavos y prestando dinero a rédito. No había un solo medio de hacer dinero, que él no lo hubiera practicado. Y ahora que era el hombre más rico de la República, se sentía inquieto. Cierto, el dinero le había dado un gran poder; pero el poder del dinero en una República es algo que está restringido por las leyes y aunque le daba influencia, eso no bastaba a la ambición de Craso.

Capítulo 42

Craso se quedó mirando a Marco con aire pesaroso craso decía a ciceron en una palabras demasiadas honestas. Mi querido Cicerón, usted, como abogado, debería ser el último en prestar oído a los rumores. Estuve presente en el proceso de Catilina. No hubo contra él ningún testigo de cargo digno de crédito. Ya sabe lo vengativas que son las mujeres. De haber habido la más ligera verdad en la acusación, la propia Aurelia Catilina, que sabe lo grave que es ese delito y que no es mujer que permita que su esposo la traicione, habría sido la primera en denunciarle. Sin embargo, lo defendió fervorosamente y en sus ojos brillaba la indignación. Cuando su esposo no estuvo con ella, estuvo con sus amigos y estos amigos testificaron que era cierto. Catilina compareció ante los magistrados y juró por los dioses que había sido calumniado, que no había visto a aquella doncella más que dos veces en su vida y aun así a distancia. Luego a su vez demandó a sus calumniadores y ganó el caso. Y gracias a las indemnizaciones que éstos tuvieron que pagarle, ahora posee trescientos mil sestercios más que antes. En nombre de nuestra amistad declaré a favor tuyo, aun sabiendo que mentía. También Craso te defendió y eso que sabía perfectamente que eras culpable. Pompeyo ídem. Saliste absuelto y hasta reclamaste daños y perjuicios a los tres hombres que te vieron a distancia con Fabia. Te saliste con la tuya. Era necesario salvarte, pues si no, nos habrías arrastrado a todos en tu caída. Pero ahora Cicerón sabe que eres culpable. Pero, como era prudente, evitó las situaciones peligrosas. Sabía que él y Catilina eran enemigos declarados y que hasta el aire que respiraban estaba cargado del odio mutuo, así que completó sus lecciones de esgrima. En todo momento llevaba encima una daga y nunca comía ni bebía antes de que lo hicieran sus compañeros de mesa y siempre de los mismos recipientes. Hablaba de Catilina a todo el mundo, para enterarse de sus idas y venidas. Catilina debería tener un talón de Aquiles que pudiera ser la causa de su muerte, o algo peor que la muerte, sufrir una herida que jamás cicatrizara. Todo eso no impedía a Marco gozar del cariño de su hijita Tulia, que era la delicia de sus padres y abuelos. Marco estaba loco por ella. Tenía sus mismos rasgos, sus ojos, su rizado pelo castaño y su amabilidad, todo transfigurado por la suavidad femenina.

Capítulo 43

El pueblo se daba cuenta de su integridad y comprendía que no habría sido nombrado edil curul a no ser por Craso y sus amigos. Por lo tanto, Craso y los otros también eran íntegros. Muchas veces sentía una gran fatiga. Y recordaba lo que dijo Aristóteles: El hombre juicioso no da su vida a la ligera, porque hay pocas cosas por las que merezca la pena morir. Sin embargo, en los momentos de grave crisis, al hombre juicioso no le importará perder la vida, porque hay circunstancias en las que no merece la pena vivir. Con más claridad todavía que Noé, se daba cuenta de que algo profundo se estaba agitando en Roma, algo enigmático a lo que no había modo de verle la cara o reprimir. Era como una sombra vista de reojo y que cuando uno girara desapareciera de la vista para no ser vista más. En Roma había una inquietud obsesionante, a la vez inquieta y silenciosa, como los movimientos de las ratas en las bodegas. En la ciudad reinaba una atmósfera de calabozo y sin embargo, a cualquier observador superficial todo le habría parecido próspero y tranquilo. El populacho comentaba que los Grandes Juegos jamás habían sido mejores. Todo era complacencia, aplicación a las tareas, risas y muchas idas y venidas. Marco sabía que todo esto era engañoso, deliberadamente engañoso, aunque no sabía el porqué. Te están saliendo muchas canas de tanto trabajar le dijo Terencia. Fundó la primera Biblioteca del Estado en Roma, basándose en la importantísima que había en Alejandría. Un pueblo informado, sospechará de los políticos, escribió a Ático, al que pidió una donación de libros y manuscritos para la biblioteca. Más tarde se habría de reír al leer esta ingenua afirmación suya, pues habría de descubrir, que un pueblo que sabe leer y escribir, constituye todavía mejor clientela para los aventureros y farsantes políticos. La cultura no garantiza la discriminación, el escepticismo ni la sabiduría.

Capítulo 44

Podía uno olvidar la ciudad que estaba tan cerca, el calor sofocante de las colinas, el bochornoso Tíbet, los fuertes muros y los numerosos caminos que llevaban a Roma, y contemplar este bendito momento, sintiéndose a la vez libre de las obligaciones del día y de la oscuridad de la noche. Los templos egipcios y de otras religiones orientales poseían campanas y siempre tocaban a esta hora, resonando en la poderosa y palpitante ciudad con un sonido dulce y obsesionante que rozaba las fibras más sensibles del alma, llamando a la oración y la meditación, pidiendo a todos que dejaran las oficinas, los bancos y los mercados y penetraran en la quietud de los sombreados pórticos, los altares con luces e incienso; para que en esa hora los hombres recordaran que también tenían espíritu y no eran sólo animales. Marco se sentía muy fatigado. De nuevo sentía en su mente y en su corazón aquel peso que tanto le había afligido hacía años; llegando a inmovilizar su cuerpo y a atormentar su cerebro. Ahora sentía casi siempre ese peso, como si fuera algo tangible que llevara sobre los hombros; era como uno de aquellos infortunados condenados que

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