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NARRACIONES EXTRAORDINARIAS. El pozo y el péndulo

Enviado por   •  31 de Enero de 2018  •  9.489 Palabras (38 Páginas)  •  428 Visitas

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La puerta crujiente de la historia, era el sonido de cuando el ataúd se abrió; el chillido ahogado del dragón más bien eran las puertas de la prisión girando y la caída del escudo, sus esfuerzos por salir de la bóveda de la cripta... ¡ahora ella está al otro lado de la puerta!

Y en efecto, una ráfaga de viento abrió la puerta de nuestra habitación y allí estaba su hermana, manchada de sangre, inmóvil un rato para luego caer sobre el cuerpo de su hermano y en medio de un terror de muerte y violencia, aterrado por lo que acababa de ver salí de inmediato de esa casa y corrí, cuando ya me alejé de ella, volví la mirada para ver la casa que había dejado atrás, vi cómo la mansión se derrumbaba tras las ráfagas de aire y la luz roja de la luna. La casa de Usher desaparecía entre las tinieblas y el pantano que la rodeaba, llevándose con ella a sus últimos habitantes con un infortunado final.

La máscara de la muerte roja

Tipo de Narrador: Narrador en tercera persona

Género literario: Novela gótica, utiliza mucha sangre y violencia.

Personajes

- Principe Prospero: protagonista

- La muerte roja: Una enfermedad que había llegado al país

- Ambiente Físico: La historia se desarrolla en la abadía fortificada del Príncipe Próspero. Se le considera como un ambiente hostil, sobre todo al cuarto con las ventanas de color escarlata que producían un efecto siniestro en la habitación

- Ambiente Psicológico: un ambiente gótico, siniestro. La presencia de la Muerte Roja crea una sensación de hostilidad y muerte, que son típicas en los relatos de Poe.

Relata la historia del príncipe Próspero que, tratando de evadir el contagio de una enfermedad que devastó la comarca, se encierra con un millar de amigos sanos en su castillo. Luego de unos meses de encierro decide hacer una fiesta de máscaras, sin saber que la muerte roja también acudiría a ella.

La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora. Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja. Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia. Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre. A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante,

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