La resurrección de los ídolos
Enviado por klimbo3445 • 19 de Diciembre de 2018 • 2.012 Palabras (9 Páginas) • 344 Visitas
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El monolito fue trasladado a la Catedral, y empotrado en uno de sus costados (el que da actualmente a 5 de Mayo). Sin embargo, los indígenas la ignoraron, pues sentían rechazo hacia la piedra que los españoles “aprobaron”; la gente se entretenía lanzándole fruta podrida y otros desperdicios, e incluso los soldados estadounidenses que estuvieron en la ocupación de 1847 practicaron el “tiro al blanco” sobre su relieve, según relata Miguel Ángel Botello en México Mágico.
Humboldt al rescate
A la Coatlicue le esperaban más carretadas de tierra. En 1803, cuando el explorador alemán Alexander Von Humboldt llegó a la Ciudad de México, supo de la escultura enterrada y pidió verla.
Para ello, se valió de su amistad con don Primo Feliciano Marín, obispo de Linares, quien ordenó el desenterramiento del monolito. Humboldt pudo contemplarlo, y más adelante escribió sobre él en su libro Sitios de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de América: “Lo vimos tumbado, y es verdad que uno se asombra de la enorme masa de ese coloso”.
Tras observar la estatua, Humboldt acompañó a Feliciano Marín al convento de San Agustín, y durante el trayecto decidió que regresaría a la Universidad para mirar una vez más aquella figura. Sin embargo, cuando llegó al atrio, descubrió que había sido enterrada nuevamente por los trabajadores de la Universidad. La Coatlicue vio la luz, en palabras del propio Humboldt, durante sólo “veinte minutos”.
La Piedra de Sol despertó admiración en el alemán. En su libro describió que el calendario estaba formado por 18 meses de 20 días, y un ciclo de 52 años, y calculó su peso en 24 mil 500 kilos. Sobre él, detalló: “Un pueblo que regulaba sus fiestas por el movimiento de los astros, y que grababa sus fastos en un monumento público, tenía derecho a que con justicia se le creyera más adelantado”.
Por aquellos días de la visita de Humboldt ya se respiraba en la capital de la Nueva España un ambiente que clamaba libertad. La guerra estalló unos años más tarde, lo que cambiaría el destino de la Coatlicue. En 1821, consumada la Independencia, México necesitaba símbolos que lo conectaran con su pasado: la estatua fue desenterrada por orden del emperador Agustín de Iturbide, y se volvió a exhibir en el patio de la Universidad, ahora convertido en Museo Nacional.
Leonardo López Luján explica en el libro Escultura monumental mexica que “el gobierno republicano ya no veía a la diosa como un ‘ídolo monstruo’ que había que esconder a toda costa de la vista de los indígenas, sino como pieza clave de un discurso museográfico que deseaba poner de manifiesto las profundas raíces de una joven nación”.
“Las golondrinas” o Una mudanza de 600 pesos
Fue Maximiliano de Habsburgo quien ordenó el cambio de sede del Museo Nacional, situándolo en la Casa de Moneda, en la calle del mismo nombre, donde ahora está el Museo Nacional de las Culturas. Allí fueron trasladadas tanto la Coatlicue como la Piedra de Sol. La madre de los dioses se adelantó, en 1866; primero estuvo en el patio del museo, y después ambas esculturas se reunieron en la Galería de Monolitos, inaugurada por Porfirio Díaz en 1887.
La “mudanza” de la Piedra del Sol al Museo Nacional, que ocurrió en 1885, merece mención aparte. Desempotrarla del muro de Catedral fue una labor que duró quince días. El arqueólogo Leopoldo Batres, encargado del traslado, describió con detalle el episodio en su libro La piedra del agua: “Sin más aparatos que cuatro gatos, seis poleas diferenciales, una plataforma, una media docena de vigas, y por todo arquitecto el maestro mayor de la maestranza de artillería, Sr. Juan Suárez, cinco maestranceros y una fajina de 20 soldados que se turnaban de diversos batallones, se trasladó el monolito al Museo Nacional a donde se halla hoy sano y salvo, y sin más gasto que seiscientos pesos en lugar de dos mil pesos a que subía el presupuesto de los facultativos”.
En 1964 el presidente Adolfo López Mateos inauguró el actual Museo Nacional de Antropología en el bosque de Chapultepec y ambas esculturas se mudaron por última vez. La Piedra de Sol cruzó la ciudad a bordo de un vehículo especial: una plataforma de acero y cemento sostenida por 16 ruedas. Antes de partir, según relata una crónica del periódico Excélsior, le cantaron “Las golondrinas”. Una hora y 15 minutos duró el traslado de la estatua, pero en esta ocasión no hubo tanto alboroto como el que causó 174 años atrás entre los azorados habitantes de la ciudad colonial. Los mexicanos habían cambiado mucho desde que los monolitos aparecieron bajo el suelo de la Nueva España. Sin embargo, podían estar tranquilos: los dioses primigenios habían encontrado su morada final, y desde ahí continuarían velando por los hijos de la gran Tenochtitlan.
Bibliografía: Eduardo Matos Moctezuma, Las piedras negadas, Conaculta, 2003; Eduardo Matos Moctezuma y Leonardo López Luján, Escultura monumental mexica, FCE, 2010; Leonardo López Luján, “El incesante peregrinar de la Piedra de Sol”, en Arqueología mexicana, No. 91, mayo-junio de 2008; El mundo de Alexander Von Humboldt. Antología de textos, Lunwerg, 2002; Manuel Aguirre Botello, “El Zócalo de la Ciudad de México”, en México Mágico, 2004; Jorge Gurría Lacroix, “Andrés de Tapia y la Coatlicue”, en Estudios de Cultura Náhuatl, Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, 1978.
Destacado 1:
La Piedra de Sol evidenciaba que los aztecas eran un pueblo avanzado, pues el monumento había funcionado como base de los sistemas calendáricos solar y ritual. Había que presumirla.
Destacado 2:
La Coatlicue fue escondida porque vinculaba a los indígenas “con su pasado”, “es una deidad que no presenta ningún carácter humano y que además linda con lo monstruoso”.
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