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Abraham Valdelomar. El caballero Carmelo

Enviado por   •  3 de Noviembre de 2018  •  3.454 Palabras (14 Páginas)  •  827 Visitas

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-¡Pru·a papá! -dijo mi hetmano.

Así entró en nuestra casa este amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato, cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como nna sombra alada y triste: el Caballero Crumelo.

II

Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras noctmnas, en el fi:escor del alba, en el radiante despeitru·del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despetiaba ella a la criada, chiniaba la puetia de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo

que era contestado a intetvalos por todos los de la vecindad; sentíase el mido del mru·, el frescor de la manana, la alegda sana de la vida. Después mi madre venía a

nosotros, nos hacía rezru·, ruTodillados en la cama con nuestras blancas camisas de dmmn·; vestíanos luego, y, al conclun·nuestro tocado, se annnciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puetia y saludaba. Era nn viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su buno, detrás de los dos "capachos" de cuero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas... Madre escogía el que habíamos de tomru· y mi hetmana Jesús lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubieita de hule brillante, íbamos a dru·de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las desgranábamos en nn cesto y entrábamos al conal donde los animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos. Después de su :ftugal comida, hacían gmpo

ah·ededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, re:ft·egando su cabeza en nuestras

piemas; piaban los pollitos; tímidamente se acercaban los conejos blancos con su largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos, recién "sacados", amarillos como la yema de huevo, trepaba enlm panto de agua, cantaba, desde su rincón, entrabado, el Crumelo; y el pavo, siempre orgulloso, alhru·aquero y antipático, hacía por deñrunos, mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas hacían, por lo bajo, comentru·ios sobre la actitud poco gentil del petulante.Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapó se del conal el Pelado, nn pollón sin plumas, que parecía lmo de aquellos jóvenes de diez y siete ru·os, flacos y golosos. Pero el Pelado a más de eso era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el conal y los otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y roto varias piezas de nuestra limitada vajilla.En el ahnuerzo tratóse de supriinirlo, y, cuando mi padre supo sus fechadas, dijo pausadamente:

-Nos lo comeremos el domingo...

Defendiólo mi tercer hetmano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era liD gallo que hruia cdas espléndidas. Agregó que desde que había llegado el Crumelo todos miraban mal al Pelado, que antes era la esperanza del conal y el único que mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina.

-¿Cómo no matan -decía en su defensa del gallo- a los patos que no hacen más que

ensuciru·el agua, ni al cabrito que el otro día aplastó liD pollo, ni al puerco que todo lo eruoda y sólo sabe comer y gritru·, ni a las palomas que traen la mala suetie...?Se adujo

razones. El cabrito era nn bello aniinal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos

cuemos apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que hubiera mue11o al pollo. El puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño, y las palomas, con sus alas de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la comisa a conversar en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlo a sus polluelos.

El pobre Pelado estaba condenado. Mis he1manos pidieron que se le perdonase, pero las roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi he1mano y su señor, de poca influencia.

Viendo ya perdida su defensa y estando la audiencia al final, pues iban a pmtir la sandía

inclinó la cabeza. Dos g¡uesas lág¡·imas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, 1m sollozo se ahogó en su gm·ganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente, y le dijo:

-No llores; no nos lo comeremos...

III

Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y toma por la calle del Castillo que hacia el sur se alm·ga, encuentra, al te1minm· una plazuela, donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resunección, desolado lugar en cuya m·ena verdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del poniente, en vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicados encajes al besar la húmeda orilla.

Te1mina en ella el pue1to y, siguiendo hacia el sur, se va por estrecho y m·enoso camino,

teniendo a diestra el mar y a izquierda. mano angostísima faja, ora fé1til, ora infecunda, pero escmpada siempre, detrás de la cual, a oriente, extiéndese el desie1to cuya entrada vigilan, de trecho en trecho, como centinelas,1ma que otra palmera desmedrada, alguna higuera nervuda y enana y los "toñuces" siempre coposos y fi:ágiles. Ondea en el teneno la "hierba del alacrán", verde y jugoda al nacer, quebradiza en sus mejores días, y en la vejez, be1meja como la sang¡·e de buey. En el fondo del desie1to, como si temieran su silenciosa m·idez, las palmeras únense en pequeños g¡upos, tal como lo hacen los pereg¡·inos al cmzm·lo y, ante el pelig¡·o, los hombres.

Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la bonosa y vibrante vaguedad mm·ina, San Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre la mmorosa orilla y el estéril desielio. Allí las palmeras se multiplican y la higueras dan sombra a los hogares tan plácida y fi:esca, que pm·ece que no fheran malditas del buen Dios, o que su maldición hubiera caducado -que bastante castigo recibió la que sostuvo en

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