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INSTITUCIÓN, SUSTITUCIÓN Y DERECHO A ACRECER DE HEREDEROS Y LEGATARIOS.

Enviado por   •  11 de Marzo de 2018  •  20.988 Palabras (84 Páginas)  •  429 Visitas

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2.3.15. LEGADO DE BIEN DETERMINADO.

2.3.16. LEGADO DE GÉNERO.

2.4. ADQUISICIÓN DEL LEGADO

2.5 REDUCCION Y EXTINCION DE LOS LEGADOS

2.6 EL PRELEGADO

2.7 AUMENTO DEL LEGADO

2.8 CUARTA FALCIDIA

2.9 CADUCIDAD DEL LEGADO

CAPÍTULO III: DERECHO A ACRECER

3.1. ENTRE HEREDEROS

3.2. ENTRE LEGATARIOS

3.3. ENTRE DONATARIOS

3.4. ENTRE COHEREDEROS

3.5. ENTRE COLEGATARIOS

3.6. REINTEGRO DEL LEGADO A LA MASA HEREDITARIA

3.7. IMPROCEDENCIA DEL DERECHO A ACRECER

CAPITULO IV. EJECUTORIOS TESTAMENTARIOS

4.1. CONCEPTO DE ALBACEA

4.2. CARACTERÍSTICAS DEL CARGO DE ALBACEA

4.3. CLASES DE ALBACEAS

4.4. PLURALIDAD DE ALBACEAS

4.5. REQUISITOS PARA EL CARGO

4.6. FACULTADES DEL ALBACEA

4.7. RENDICION DE CUENTAS

4.8. FIN DEL ALBACEAZGO

CONCLUSIONES

SUGERENCIAS

BIBLIOGRAFÍA

ANEXOS

INTRODUCCIÓN

Aunque en nuestro país el régimen de legítima conspira contra las disposiciones testamentarias, se advierte un aumento en el número de testamento, influenciado en gran medida por el cambio de hábitos familiares y sociales, que llevan a un aumento en el número de personas que mueren solteras y sin herederos legítimos.

El acrecentamiento del numero de disposiciones de última voluntad hace necesario un estudio detenido de todos los aspectos relacionados con las mismas, entre ellos el de la institución de heredero; tema al que esta destinado el presente artículo, que tiene como objeto fundamental la conceptualización del heredero instituido, para lo cual consideramos necesario, analizar tanto su diferenciación con el heredero legítimo como su distinción con los diferentes legatarios., para lo cual resulta imprescindible un breve análisis de los antecedentes históricos.

La institución de heredero es “la designación que se hace por el testador de las personas que deben sucederlo”, o dicho de otro modo, es la “disposición testamentaria por la cual el causante llama a una persona para sucederlo en la universalidad de sus bienes, o en una parte alícuota de ellos, con vocación eventual al todo”.

En el Derecho Romano, “la institución de heredero era la cabeza y fundamento de todo testamento”. A través de ella se designaba al individuo o a los individuos que habrían de representar “per universitatem” a la persona del testador. Tal designación era un requisito esencial e indispensable del testamento, cuya ausencia lo privaba de validez.

En sus orígenes, la rigidez formal del testamento romano exigía al testador que colocara la institución de heredero a la cabeza del testamento, bajo pena de nulidad, debiendo consignar el nombre del heredero con palabras imperativas y precisas escritas en lengua latina. Por ende, aquel testamento que no tuviere designación de heredero o contuviera otras disposiciones que la precedieran o fuera redactada en otro idioma que el latín, era considerado inválido. Gayo nos informa que, en aquellos tiempos, las dos únicas formas de designar heredero era expresando solemnemente “Ticio sea mi heredero” (“Titius heres esto”) o diciendo “Ordeno que Ticio sea mi heredero” (“Titius heredes esse iubeo”), no siendo admisible ninguna otra forma equivalente.

Mediante una constitución de la época postclásica, dictada por Constantino II en el año 339, se atenuó el rigorismo del viejo derecho romano, autorizando el empleo de cualquier frase o manera de hablar a los fines de instituir heredero, con tal que resultara evidente la voluntad del testador, siendo ésta la norma vigente en el Derecho justinianeo. Éste último consideró válido el testamento que contenía la institución de heredero, cualquiera fuera el lugar que ocupara, los términos que empleare el testador o el idioma en que fuera redactado. Incluso se juzgaba que la designación de “heres” era válida aunque la persona del heredero no estuviese precisada con suficiente claridad, siempre que pudiera ser fehacientemente demostrada la intención del causante, aún con elementos no contenidos en el testamento.

En el Derecho Romano los bienes de una persona fallecida se transmitían a quienes hubieran sido designados herederos por testamento válido, y subsidiariamente, a falta del mismo o en caso de ser éste reputado inválido, a las personas que la ley llamaba para recibirlo. El régimen sucesorio romano requería que la transmisión del patrimonio necesariamente debía operarse por una u otra forma de sucesión, sentándose la premisa de que nadie podía morir en parte testado y en parte intestado: “nemo pro parte testatus pro parte intestatus decedere potest”. De tal modo, consagrándose una preferencia a favor de la sucesión testamentaria, si el heredero había sido designado por el testador para recibir una parte de la herencia, los bienes restantes no se transmitían a los herederos legítimos, ya que aquel los eliminaba recibiendo la totalidad del acervo hereditario.

En el antiguo Derecho Francés, aquellas regiones de derecho escrito siguieron los principios romanistas, conservando la institución de heredero y el legado y exigiendo que todo testamento debía contener una institución de heredero.

Por el contrario, las regiones de derecho consuetudinario no admitieron la institución de heredero, disponiendo que el testamento que la contuviese no valía sino a título de legado, hasta la concurrencia de la porción disponible. Cobró así vida el adagio de la carta de Summaque a Ausone, según el cual “el heredero nace y no se hace” (“Gignuntur, no scribuntur herederes”), o como dijera Glanville –jurisconsulto

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