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SOUAD QUEMADA VIVA EL PRIMER TESTIMONIO DE UNA VÍCTIMA DE UN CRIMEN DE HONOR

Enviado por   •  16 de Noviembre de 2018  •  61.558 Palabras (247 Páginas)  •  288 Visitas

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E incluso podré maquillarme, salir para ir a la tienda, subir en ese coche con mi marido y hasta ir a la ciudad. ¡Soportaría lo peor a cambio de la simple libertad, tantas son las ganas que tengo de cruzar sola esta puerta e ir a comprar el pan!

Pero no seré nunca charmuta. No miraré a los otros hombres, seguiré caminando con la vista al frente, derecha y orgullosa pero sin contar los pasos, con la mirada baja, y en el pueblo no podrán decir nada malo de mí porque estaré casada.

Es aquí, arriba en este terrado, donde empezó mi terrible historia. Ya era más vieja que mi hermana mayor el día de su boda, y esperaba y desesperaba.

Debía tener unos dieciocho años, o quizás más, no lo sé.

Mi memoria se alejó como el humo el mismo día que el fuego cayó sobre mí.

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MEMORIA

Nací en una aldea minúscula. Me han dicho que estaba situada en algún lugar parte de un territorio jordano, y luego trasjordano, y luego cisjordano, pero como no he frecuentado nunca el colegio no sé nada de la historia de mi país. También me han dicho que nací allí en 1958, o en 1957... Por lo tanto, ahora tengo cuarenta y cinco años. Hace veinticinco años sólo sabía hablar árabe, no me había alejado nunca más que a escasos kilómetros de la última casa de mi pueblo, sabía que había pueblos más lejos sin haberlos visto. No sabía si la Tierra era redonda o plana, ¡no tenía ni idea del propio mundo! Sabía que había que odiar a los judíos que se habían apoderado de la tierra, mi padre los llamaba “cerdos”. No había que acercarse a ellos, ni hablarles ni tocarlos, porque corríamos el riesgo de convertirnos en cerdos como ellos. Tenía la obligación de rezar mis plegarias al menos dos veces al día, las recitaba como mi madre y mis hermanas, pero no me enteré de la existencia del Corán hasta muchos años más tarde, en Europa. Mi único hermano, el rey de la casa, iba al colegio, pero las niñas no. Nacer niña en mi país es una maldición. Una esposa debe primero tener un hijo, al menos uno, y si sólo tiene hijas se burla de ella. Hacen falta dos o tres hijas como máximo para hacer las labores de la casa, de la tierra y del ganado. Si llegan más niñas son recibidas como una gran desgracia que hay que eliminar lo antes posible. Así viví hasta que tuve más o menos diecisiete años, sin saber nada más que, como era niña, valía menos que un animal.

Ésa fue mi primera vida, la vida de una mujer árabe en Cisjordania. Duró veinte años, y allí morí. Morí físicamente, socialmente, para siempre.

Mi segunda vida empieza en Europa a finales de los años setenta, en un aeropuerto internacional. Soy un desecho humano que sufre sobre una camilla. Huelo tanto a muerte que los pasajeros del avión que me llevó hasta allí llegan a protestar. Incluso disimulada tras una cortina, mi presencia resultó insoportable. Me dicen que voy a vivir, pero yo sé bien que no, y espero la muerte. Incluso le suplico que me lleve. La muerte es preferible al sufrimiento y la humillación. Si ya no queda nada de mi cuerpo, ¿por qué querrán hacerme vivir si yo deseo dejar de existir en cuerpo y alma?

Todavía hoy me asalta esta idea. Hubiera preferido morir, es cierto, que enfrentarme a esta segunda vida que me ofrecían con tanta generosidad. Pero sobrevivir, en mi caso, era un milagro. Me permite ahora testificar en nombre de todas aquellas que no tuvieron esa oportunidad, que mueren todavía hoy por esta única razón: ser mujer.

Tuve que aprender francés escuchando hablar a la gente y esforzándome en repetir las palabras que me explicaban a través de signos: yo respondía, por tanto, “sí” o también con gestos.

Mucho más tarde aprendí a leer palabras en el periódico, con paciencia, día a día. Al principio no entendía más que los anuncios clasificados, o las necrológicas, frases cortas con pocas palabras, que yo repetía fonéticamente. A veces tenía la sensación de ser un animal al que enseñaban a comunicarse como un ser humano, mientras en mi cabeza, en lengua árabe, me preguntaba dónde estaba, en qué país, y por qué no me había muerto en mi pueblo. Me avergonzaba de seguir viva y nadie lo sabía. Tenía miedo de esta nueva vida y nadie lo comprendía.

Tenía que decir todo esto antes de empezar a juntar los trozos de mi memoria, puesto que quería que mis palabras quedaran inscritas en un libro.

Tengo una memoria llena de vidas. La primera parte de mi existencia está formada de imágenes, de escenas extrañas y violentas como en una película de televisión. A veces me llega a ocurrir que ni yo me las creo, de lo que me cuesta volver a ordenarlas en mi cabeza. ¿Es posible, por ejemplo, olvidarse del nombre de una de tus hermanas? ¿De la edad de tu hermano el día que se casó? ¿Y, en cambio, no haber olvidado las cabras, las ovejas, las vacas, el horno de cocer pan, la colada en el jardín, la cosecha de las coliflores y de los calabacines y de los tomates y de los higos... el establo y la cocina... los sacos de trigo y las serpientes? ¿O de la terraza desde la cual espiaba a mi amor? ¿O el campo de trigo en el que cometí el “pecado?”

Apenas tengo recuerdos de mi primera infancia. A veces me sorprenden un color o un objeto, y entonces se me aparece una imagen, u n personaje, gritos, rostros que se mezclan. A menudo, cuando me preguntan algo, el vacío definitivo se instala en mi cabeza. Busco desesperadamente la respuesta y no la encuentro. O se me aparece de repente otra imagen y no sé a que corresponde. Pero estas imágenes están impresas y no voy a olvidarlas jamás. Uno no puede olvidar su propia muerte.

Me llamo Souad, soy una niña cisjordana, y me ocupo con mi hermana de las ovejas y de las cabras porque mi padre tiene un rebaño, y trabajo más que un burro.

Debí empezar a trabajar hacia los ocho o nueve años, y tuve la primera regla hacia los diez. En nuestro pueblo decimos que una niña está “madura” cuando le ocurre eso. Yo me avergonzaba de esta sangre porque ha de ser disimulada; incluso a ojos de mi madre, tendía que lavar mi saroual a escondidas, devolverle su blancor y ponerlo a secar rápidamente al sol, para que los hombres y los vecinos no lo vieran. Yo sólo tenía dos sarouals. Recuerdo el papel que servía de protección durante esos días malditos, en los que eres considerada como una apestada. Yo iba a tirar los rastros de mi impureza a escondidas a la papelera. Si me dolía el vientre, mi madre ponía

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