A las 12 de la noche se acabó el mundo
Enviado por Christopher • 20 de Junio de 2018 • 3.022 Palabras (13 Páginas) • 505 Visitas
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El mundo volvió a entrar en pánico y reclamó estridentemente a sus gobiernos por haber organizado un ataque desde diversas partes del globo sin conocimiento de la población. La respuesta la dio escuetamente el Secretario General de las Naciones Unidas ante la prensa:
- Nos declararon la guerra hace tres días.
La habitación destelló en flashes de fotografías que decorarían los titulares del mundo editorial.
El pánico era inminente. No podíamos ganarles, estábamos a millones de años de ellos, solo nos quedaba esperar su voluntad para con nosotros. El problema fue que se nos sentenció y se nos halló culpable.
En la humanidad nadie era inocente. Para la justicia, el castigo debía ser homogéneo, arrancar de raíz esa raza imperfecta llamada humanidad, comenzar de nuevo el largo camino para convertirnos en un hijo digno de las estrellas. Nuestros padres habían llegado para castigarnos por las travesuras cometidas por millón y medio de años.
¿Qué podíamos reclamar sobre los abusos en el espacio si en nuestra tierra aun convivíamos con el racismo, la mentira y la soberbia? Desde el Comandante General que autorizaba el genocidio de alguna indefensa comunidad alienígena en el espacio al hombre que se negaba a prestar cobijo al necesitado pese a tenerlo en sobra, era eso lo que nos había puesto en la balanza negativa de aquellos jueces implacables y que cuya sentencia se nos había emitido hace tres días. Éramos culpables. Todos.
En un arranque de soberbia, como afirmando nuestra supuesta superioridad en el universo, intentaron bombardear atómicamente las esferas azabaches pero resultó imposible. Antes de llegar a una distancia regular ante ellas, los cazas se desarmaron, y junto con ellos, la paciencia del viejo Law.
- ¡Son unos idiotas! – bramó nuevamente recogiendo la lata de soda y tirarla a la basura – con esto olvídense de una muestra de misericordia. Nos fulminarán a todos.
El abuelo fue a zancadas a su habitación y cerró la puerta de un golpe. Nosotros nos quedamos pegados a la ventana mirando aquellas inamovibles esferas. Ya les habíamos perdido el miedo.
A los dos días llegó el comunicado que todos habíamos estado esperando con infeliz ansiedad. A las 12 de la noche se acabaría el mundo.
Cuando el día anterior al Juicio Final nos enteramos del veredicto, lo tomamos con extraña calma. A lo largo del mundo, la prensa transmitía los comunicados que habían dejado aquellas esferas en formato binario pero nos asombró poco. Quizás porque lo supimos desde el principio, ningún acto tan repugnante como el nuestro podía quedarse sin castigo. Solo quedaba vivir, vivir como siempre quisimos.
Pero ya nadie compraba ni vendía. Las tiendas cerraron y muchos empleados salieron a donar los objetos a personas en la calle, pero tampoco nadie las quería. Algunos vieron que tenían reservas de alimentos para varios meses pero de qué valía ello si el fin llegaba en algunas horas. Gustosas y amables personas salían con bandejas a las calles a invitar a otros menos afortunados o a dejar alimentos en las puertas donde sabían que había necesidad.
Los líderes mundiales tampoco se presentaban ni pronunciaban. Quizás habían huido a algún refugio secreto con la esperanza de evitar el fin o se habían suicidado ante la inminencia de tan enorme juicio que estaba a punto de enfrentar, donde su inmunidad de papel valía tanto como el zumbido de una mosca en un huracán. Los policías y militares volvieron a sus casas y se sorprendieron de ver tan crecidos a sus hijos, quizás nunca olvidarán aquellas horas de juego de la penúltima tarde del mundo, donde sacrificaron una vida al lado de sus amados por defender a los que los habían llevado a aquel abismo.
Las escuelas y los centros de labores también cerraron, todo conocimiento y producción era inútil ante el fin, solo quedaba quedarse con los que más querían y se dieron cuenta que no eran pocos. La gran familia humana se reconocía a sí misma.
A la mañana siguiente, la abuela Morgana horneaba algunas galletas y nos la puso en una cesta de caña con un llamativo mantel a cuadros escoceses.
- Hijos, dejen estas galletas en la casa de la familia Tunez – nos susurró cariñosamente mientras el abuelo roncaba a voz en cuello en su hamaca con el crucigrama tapando su piloso rostro – si no están, pónganlos en la puerta. Nadie se lo llevará.
Abrimos la puerta y sentimos el aire frío de la última mañana del planeta azotar nuestras caras. Nos sentimos afortunados ante semejante lujo, miramos las esferas azabaches pero no sentimos ningún resentimiento. El mundo se acababa y no había tiempo para ser resentidos.
Caminamos por las amplias cuadras del vecindario mientras la gente conversaba en los portones de su casa al mismo tiempo que barrían las hojas del suelo o regaban sus jardines. Al parecer el fin del mundo no alteraba las costumbres más básicas de la familia.
Vimos al camión de la basura pasar por la calle posterior junto con un escuadrón de barrenderos cumpliendo su heroica labor en el último día de trabajo, recoger papeles tirados en el suelo. Solo que después de unos minutos vimos que no eran papeles comunes y corrientes, era algo que días antes les llamábamos dinero.
Como en 1929, el dinero estaba regado en el suelo ante el indiferente transitar de familias dando la vuelta a la manzana, señores conversando de lo que harían aquel día con sus seres queridos o padres enseñando a sus niños a patinar o manejar el triciclo. Los billetes contaminaban el suelo y a ellos acudían con gran prisa los barrenderos a picar con rastrillos tal plaga indeseable e iban a parar a los hornos incineradores afuera de la ciudad.
Luego de dejar las galletas en las manos de una gustosa señora Tunez, Mateo y yo volvíamos con sendas paletas de caramelo en las manos como muestras del reconocimiento a nuestra amabilidad. Cuando entramos a la casa, el abuelo Law martillaba incesantemente una vieja mesa que habíamos abandonado luego que una pata se rompiese. Quizá el abuelo Law lo tomó como un último reto antes que llegue la media noche ya que había suficientes mesas en casa como para hacer la cena final y él siempre había postergado la reparación de esa.
El día transcurrió con normalidad. Fuimos con el abuelo Law y Morgana a recoger las últimas manzanas del árbol del huerto y comenzamos a hacer una tarta para la cena. Comimos la masa a escondidas, jugamos con los cucharones y pintamos gestos en el rostro dormido
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