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La balada de María Abdalá

Enviado por   •  4 de Agosto de 2018  •  46.554 Palabras (187 Páginas)  •  340 Visitas

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Mi madre mueve los labios, pero no puede articular palabra y se contrae en una leve sonrisa de complicidad. Con la mirada desobediente que tienen los moribundos, busca la canción en algún lugar del baño, la persigue en el aire y encuentra su procedencia.

Contrariando su costumbre eterna de distraerse en meditaciones abstractas y en la vida contemplativa, obligado a ello por la cercanía de la muerte y por los últimos aletazos del amor, que son todavía más duraderos que la muerte y aguijonean los sentidos, mi padre comprendió el mensaje, comprendió que ella también estaba rastreándolo en los últimos suspiros, y comprendió además que había llegado la hora de la despedida. Se levantó de la butaca y fue a su lado. Recogió el borde de la sábana de lino, se sentó junto a su mujer, le besó el matorral de pelo blanco humedecido por el sudor de la fiebre, jugueteó con su mano huesuda entre las suyas, que eran más huesudas, le acercó los labios al oído y canturreó con una vocecita dulce y cristalina, la voz de un hombre indefenso, temblorosa por el dolor:

Ma fi jada, ma fi jada, wéino habibi elb.

—Adiós, compañera —le dijo en castellano.

Se incorporó de nuevo y miró a sus hijas, que lo seguían con la vista. A mí no podía verme, aunque yo estaba a dos palmos de su cara y estuvo a punto de tropezar conmigo. Las miró una por una con su mirada de siempre, detenida, pausada, la misma mirada de poeta con que miraba los astros en la alta noche, y tarareó la traducción de su canto en un revoltillo de árabe y español:

Ya no tengo compañera, ya no tengo compañera, ya no tengo quien me quiera. Un rayo de luz hiriente entró por la ventana más grande del baño. Los restos de polvo que volaban en el viento y la llama de la veladora quedaron atrapados en la luz.

En el rincón más alejado de la puerta está la repisa de tablas en que mi madre ponía sus santos para rezarles el rosario de la aurora. El primero en la formación es un San José de yeso que le regalaron el día de su matrimonio, hace ahora sesenta años, con una ramita de azahares en una mano y un escoplo de carpintero en la otra. Le faltan dos dedos que se perdieron la noche del incendio de marzo, que arrasó medio pueblo. A sus pies yace una corona de espinas que mi padre había tejido con las ramas del árbol de granadas que crece en el comedor del patio. Cuando yo estaba vivo me sacaban en las procesiones de Semana Santa vestido de nazareno, con una túnica violeta, sandalias polvorientas de peregrino, una cruz de madera al hombro y aquella corona de espinas que me hacía sangrar la frente. La misma túnica serviría ocho meses después para que me disfrazaran de pastor en las novenas callejeras de diciembre.

Al lado de San José, en la pared veteada por las flores de moho de la lluvia, mi madre pegó con almidón de yuca la litografía desgarradora de la muerte del justo y el cuadro descolorido en que aparece una muchacha rolliza tañendo la mandolina en una barca cargada de claveles. En el ámbito fantasmal de los altares, la lámpara parpadea sobre las once mil vírgenes, una por una, y proyecta su sombra en el piso. El aire de la habitación tiene el olor mortecino y almibarado de las flores de cementerio, ese olor enfermizo que lo persigue a uno dondequiera que vaya, el olor empalagoso de los lirios que mi padre siembra en el jardín.

El santo con la cara empolvada, la piel de cera de mi madre, la vela que titila en una agonía lenta, el aroma de los lirios, el moribundo que boquea en el retrato, la melancolía de mi padre y la quietud hierática de mis hermanas me dan ganas de llorar, pero los muertos no lloran. En cambio el compadre Jacinto Negrete no pudo controlar dos lagrimones salados que le corrían mejilla abajo. Después de amarrar el caballo y desensillarlo, pasó por la terraza de las mecedoras, como hacía cada viernes, pero esta vez no arrancó un manojo de flores anaranjadas de caléndula, la planta de la maravilla, para llevárselo a mi madre y ponerlo en su regazo, con el fin de que ella pudiera comprobar que las flores que se regalan con amor van cambiando de colores a medida que avanza el día. Hizo sonar en el cemento las espuelas de sus polainas embarradas, para anunciar su presencia, y se detuvo en el marco de la puerta, cubriendo todo el espacio del baño con su corpulencia de bestia en reposo, que no dejaba entrar la luz metálica del mediodía. Se quedó en la misma posición erguida y altanera de un soldado que está rindiendo sus armas al enemigo. Dos alforjas de cuero, tachonadas de dientes de tiburón, le colgaban del hombro.

En ese momento, observándolo desde el vacío sin límites donde vivimos los muertos, pensé que Jacinto Negrete se parecía a una de sus propias fieras, con las que peleaba a dentelladas el dominio de su territorio, montaña adentro. No tenía mujer ni hijos, «ni perro que me ladre», como le gustaba decirle a todo el que tuviera oídos para oírlo. Él mismo lavaba sus dos mudas de ropa con un manduco de mangle a la orilla de una acequia. Las lavaba y las ponía a secar al sol, pero no las planchaba nunca, porque decía que esas eran mariconerías impropias de un hombre verdadero. A veces resultaba cómico verlo andar con el cuello de la camisa vuelto al revés o con los bolsones que se le formaban en las nalgas del pantalón. Pero nadie en este mundo se reía de Jacinto Negrete. Nadie, excepto mi madre. «Con esa ropa, compadre, usted me recuerda al mosquetero de la caja de condimentos», le dijo cierta vez, muerta de risa, cuando lo vio entrar el viernes por la puerta del patio. Fue la única mujer con la que Jacinto Negrete pudo entablar un pedazo de conversación en su vida y la única persona a la que le toleraba esas chanzas. «Es que mi comadre es más jodida que yo», respondió la ocasión aquella en que mi padre cruzó unas palabras con él. Mi padre torció la cara al escuchar la palabrota. Era un hombre frágil y asustadizo. Ella le tenía físico miedo porque decía, con su voz de murmullo apenas perceptible, que Jacinto Negrete tenía que haber sido un animal de presa en una vida anterior. «Un animal de monte, feroz y sanguinario», musitaba al verlo llegar al patio, cabalgando en su caballo blanco, con el machete en la mano y perseguido por una emanación de hierba mojada y de boñiga fresca.

Jamás hubo entre ellos ningún compadrazgo ni bautismo de criatura alguna, pero el día de 1923 en que mi madre llegó con su mula cargada de chucherías a venderle la primera camisa con botones, él se dispuso a pagar y sacó de la faltriquera una morrocota de oro.

—¿Cómo es su gracia, niña? —le preguntó sin gentileza, mirándola

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