La verdad es que no recuerdo su nombre, ni su rostro. Por más que me esfuerzo en hacer memoria, cada vez la imagino con uno distinto: irrepetible. Toda ella es una mancha borrosa, difusa, y sin embargo indeleble.
Enviado por mondoro • 15 de Diciembre de 2017 • 1.042 Palabras (5 Páginas) • 585 Visitas
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Entonces se sentó en la cama y tomó mi verga que, apenas sintió sus manos, comenzó a hincharse incontrolablemente.
-Tú deberías tener una novia o algo así, no venir acá. Estás muy niño. Esto es para los viejos, para los borrachos. Pero si vienes, siempre ponte esto; así se pone, aprende.
Terminando se acomodó en la cama, completamente desnuda, y se abrió frente a mí metiéndose los dedos llenos de saliva en su coño. Comencé a masturbarme, casi mecánicamente, sin dejar de mirarla, hasta que me hizo volver en mí.
-¿Qué esperas?, ¡súbete!
Y me metí enseguida entre sus piernas; no aguantaba más. Pero una vez sobre ella, no supe qué hacer. Porque una cosa es la teoría, y otra… Con una sonrisa entre burlona y piadosa, alargó su mano hasta agarrar de nuevo mi verga con fuerza y, jalándola hacia ella, la hundió lentamente. No lo niego: en un principio me sentí como uno de esos sementales de las revistas que alguna vez leí a escondidas y que hasta entonces eran mi único referente, mi único manual.
Así inició todo, pero pasado un rato, dejó de ser lo mismo. Una vez dentro, y durante el tiempo que estuve sobre ella, se mantuvo inmóvil, como muerta. No fingió siquiera mientras yo hacía mi mejor esfuerzo. Sorpresivamente, fue al acercarme a besar sus senos cuando, con una violencia quizá instintiva, me atajó diciéndome que no, que estaba cargada. ¿Cargada? -pensé-, esa nadie me lo enseñó. Lo entendí hasta que vi brotar de su pezón una gotita de leche que acabó resbalando en un hilo por su costado. Entonces un rechazo instantáneo me invadió y no pude más.
-¿Ya terminaste? -me preguntó indiferente, como despertando de una siesta.
-Ya... creo que ya -le dije, y me salí, sintiéndome... a la vez molesto por no haber recibido lo que deseaba, y a la vez miserable por haberme aprovechado de aquella pobre muerta.
No recuerdo qué le dije al final, no recuerdo cómo me bañé, cómo me vestí, cómo atravesé el pasillo, cómo huí de aquel lugar.
Lucio, al verme volver, me lanzó una sonrisa cómplice.
-¡Ahora sí, cabrón! ¿Cómo estuvo?, cuéntame.
Yo, en un desplante de macho que me costó fingir, le conté todo; no como sucedió, sino como hubiese querido que sucediera. Mientras me escuchaba atento, cruzó su brazo sobre mi hombro como un padre orgulloso (el cual nunca tuve). Y así volvimos por donde habíamos llegado; por sobre aquel puente; por sobre aquel río que todavía hoy, después de veinte años, sigue oliendo a mierda, como casi todo lo demás.
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