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Las estanterias del ruido

Enviado por   •  21 de Diciembre de 2017  •  2.115 Palabras (9 Páginas)  •  410 Visitas

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La mataperros no volvió a agredir a ningún animal. El psicólogo pensó que su intromisión había trastocado las convicciones de su objeto de estudio. Estaba impaciente y una vez más determinó continuar a la ofensiva. Una tarde atrapó a un perro raquítico que lo seguía a todos lados, lo amarró con una cabuya y después de pasearlo un rato por el contorno de la playa, pretendiendo despertar el instinto perverso de la mataperros, lo apaleó frente a ella. Fue una ofrenda devastadora: los huesos del animal crujiendo, la garganta aullando, la sangre brotando, los ojos del perro enrojecidos de terror, mientras el saltaba y gritaba frenéticamente como un poseído. La mataperros lo observó impasible.

En cambio para el psicólogo ese acontecimiento fue el detonante que rompió las escolleras de su lucidez. En adelante no hubo retorno, algo primitivo e ingobernable se había instalado en su alma: desde ese día matar perros se convirtió en una adicción furiosa y demoledora para él. Se volvió obsesivo, taciturno, padecía de temblores, comía muy poco y tenía frecuentes pesadillas en las que una manada de perros incendiarios venía hasta la cabaña para quemarlo vivo. Sentía una sed abrasadora e incomprensible. Hablaba todo el tiempo de la conveniencia de aniquilar a todos los perros y no hacía más que inventar artificios para capturarlos, instaló varias trampas que manufacturó con restos de aluminio y estacas de madera, reparó una atarraya desecha que halló en la playa y la usó para apresar ejemplares pequeños, camuflaba anzuelos en pedazos de pan o de carne, o los envenenaba con una pócima letal que extraía del hígado del pez globo. Todo ello para alcanzar el gozo sublime que le proveía la dolorosa agonía de los perros.

“La mataperros” empezó a cuidarlo como a un hermano enfermo, caminaba junto a él, se sentaba en silencio a su lado, compartía la comida y muchas veces lo abrigó con su manta. En realidad se sentía fascinada porque por primera vez conocía la locura genuina, pues ella nunca había tenido una motivación trascendental para matar a los perros, su comportamiento tenía una explicación burda, se trataba de un odio infantil que comenzó la tarde en que un perro hambriento entró en su casa, siendo un niño de brazos, estaba desnudo y sucio y se hallaba tendido sobre una estera. El olor fétido provocó la voracidad del animal que comenzó a lamerle las piernas, se comió sus inmundicias y de pronto le arrancó los testículos de un mordisco. En el hospital lo desinfectaron con alcohol y yodo, lo cocieron burdamente y lo devolvieron a la casa. Después de la convalecencia, su madre le puso un nombre de mujer y comenzó a vestirlo como tal. De ese modo, la mataperros vivió la niñez y la juventud embutida en un caparazón que no era el suyo y que creyó inalterable. La frustración y el resentimiento lo llevaron a desarrollar un odio furibundo hacia los perros que solo podía calmar cuando escuchaba sus aullidos de dolor. Creía que su vida había quedado enclaustrada en ese círculo de vergüenza y odio.

Sin embargo, sin proponérselo, el psicólogo le había enseñado que un ser humano podía cambiar de vida sin mayor dificultad, como quien cambia de camisa. Ella había sido testigo de primera mano de los rotundos cambios que AQUEL hombre de la libreta de apuntes, había hecho en si mismo: de un momento a otro había cambiado su elegante y confortable vivienda atiborrada de libros por una covacha en la bajamar, había rechazado la opción de trabajar en una oficina por dedicarse al reciclaje de basura, y de un día para otro había pasado de hombre a mujer, sin mayor inconveniente. Motivada por ese testimonio, la mataperros también decidió cambiar y cuando creyó estar completamente decidida hablo con el psicólogo: “Usted me ha enseñado con el ejemplo que puedo hacer de mi vida lo que quiero, que solo requiero tomar una decisión. En adelante no mataré más perros, ni recogeré chatarra, voy a ensayar otra manera de vivir, porque esta vida que llevo no me gusta. He decidido irme de aquí y retomar mi verdadera naturaleza de hombre”. Su voz sonaba voluminosa y auténtica.

El día de la partida la mataperros tenía la frente altiva y una mirada decidida. Ya no vestía ropa de mujer. “Me llamo Bruno” dijo con firmeza. Llevaba puesta la camisa, los pantalones y los zapatos que el investigador le había obsequiado. Al despedirse lo abrazó efusivamente y le entregó el bastón con el cual había golpeado a tantos perros. El psicólogo recibió el regalo con emoción, le dio las gracias, se acomodó el tocado de seda que llevaba en su cabeza y se fue corriendo detrás de un gran danés que acababa de aparecer en la playa.

Título del cuento: Las estanterías del ruido

Nombre del autor: Helmer Hernández Rosales,

Nacionalidad: Colombiano

Cedula de ciudadanía No. 12978267

Fecha y lugar de nacimiento: 20 de diciembre de 1962

Lugar de nacimiento: Buesaco, Nariño, Colombia,

Dirección de residencia actual: Carrera 4C 19CN-12, Barrio la Estancia

Ciudad de residencia: Popayán, Cauca, Colombia

Teléfono de contacto: 3183693558

Correo electrónico: helmer.hernandez@yahoo.com

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