Noche en vela Rima de Vallbona
Enviado por Sara • 26 de Diciembre de 2018 • 54.993 Palabras (220 Páginas) • 441 Visitas
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Si no hubiera toda esa gente ahora, yo te tomaba, María, de la punta de los dedos, para hacer juntas ronda frente al ataúd, bailaríamos todo el día, toda la noche, todo el otro día, hasta caer exhaustas y sin sentido. . . Pero hay gente, María, hay gente y hay que guardar las apariencias, estarse quietecitas, calladas, vistiendo lutos hipócritas y llevando el rostro maquillado de triste. ¿Cuándo será, María, que seamos realmente libres? Yo digo, verdadera y completamente libres. A mí me explican que soy libre, que mi condición humana importa el libre albedrío, pero ya ves, hay cosas que no se pueden hacer, otras, que no se pueden escoger por más que se deseen con toda el alma; si me pusiera a hacer esa ronda contigo, sería un acto absurdo de plena locura, porque los otros no entienden nada... y sin embargo, ¡expresaría tan bien todo lo que tengo aquí guardado!
Hay en el cuarto mortuorio mucha gente y casi toda ocupada de problemas actuales, del alza de la bolsa, de la bomba atómica, de la guerra fría, de los avances científicos, del comunismo y socialismo; también de las nimiedades de la vida.
Don Bernardo Pérez ha puesto cara de Semana Santa, fue el único que después del pésame de cajón agregó algo más:
-Fue una mujer extraordinaria. ¡Qué temperamento! ¡Qué carácter de acero!
¡Dios los crea y ellos se juntan! Yo siempre había llamado extraordinario a todo lo que pasa de lo común yendo hacia lo perfecto; pero quién sabe qué quería decir "extraordinario" para don Bernardo; cada uno tiene derecho a usar las palabras como quiera, pues al fin y al cabo ésta es una de las pocas libertades que tenemos -si es que tenemos alguna. A lo mejor él conoció de veras a tía Leo y ésa era la palabra que la calificaba mejor. ¿Estaré equivocada yo?
En aquellos momentos me acordé de un lejano día que al regresar del colegio me encontré en casa a don Bernardo; tía Leo se conturbó al verme llegar pronto, pero disimuló inmediatamente y me hizo salir de la sala donde ella y su visitante hablaban frente a una serie de papeles escritos, en desorden.
-Vino don Bernardo a facilitarme un dinerillo que necesitaba urgentemente ahora que la estamos pasando tan mal. La muerte de tu padre, ¿sabes?, tus estudios... Si no me hace ese préstamo tendrás que dejar el colegio,- me explicó tía Leo con voz quejumbrosa cuando él se hubo marchado.
Yo por aquellos días me había vuelto muy suspicaz y me costaba creer lo que ella contaba. Desde hacía tiempo venía oyendo comentarios en el pueblo; al fin y al cabo vivimos en un pequeño pueblo y tarde o temprano todo se llega a saber. Contaban que don Bernardo no es el dueño de las cantidades que va prestando; él es el administrador, ¡pero qué administrador!, el diablo lo debe haber vomitado; en el pueblo hasta los perros lo conocen; nadie ignora que ahí donde pone su planta sólo puede haber lágrimas y pobrezas; todo el que le pide dinero prestado mejor es que se despida de su tranquilidad y de salir de la deuda; éste pierde su casa, aquél su solar, el otro su vaquita, el de más allá sus muebles, o si no, él se sale con la cantidad prestada elevada al cuadrado. No perdona plazo vencido ni al mismísimo demonio.
Una viejecita encorvada, no muy lejos de mí, cuchicheaba a una mujer robusta y cuarentona a su lado:
-¿Usted sabía que Bernardo Pérez visitaba la casa? ¡Pobre Leonor!, ahora pienso que con lo buenaza que era, también cayó ingenuamente en sus redes.
-Mire usted, todo es posible. Ella nunca me dijo nada porque, vamos, seguro que le sabía mal hablar de sus estrecheces... . Era muy puntillosilla. ¡Después de lo prósperamente que vivió en sus años mozos! Pero vea lo que son las cosas, a casa vino a veces en horas en que se servía la comida o la cena -siempre a esas precisas horas- y a la mujer se le salían por los ojos los deseos de quedarse a echar un bocado; y no se hacía mucho rogar. No es hablar mal de ella, ¡Dios me libre!, pero ¡había que verla comiendo! Parecía que estaba haciendo provisiones para una semana. "Mis sobrinos, los pobres, explicaba, tienen tanto apetito que se olvidan de su tiíta; usted no me lo creerá, pero todo, absolutamente todo lo que ganan, se lo echan encima y se olvidan de mí y de la infeliz María".
-Debió haber sido muy desgraciada Leonor en esta casa. ¡Qué sobrinos más ingratos y ella tan abnegada! ¿Y qué necesidad tenía de sacrificarse así por ésos?
Yo sonreí plácidamente. Yo sabía lo de don Bernardo. Yo, sin oírlo todo completo, había podido reconstruir palabra por palabra la conversación de aquellas dos mujeres, porque sabía de sobra lo que tía Leo había regado de nosotros por el pueblo. Nos tenían señalados con el dedo: ingratos, malagradecidos, malvados y otras cosas más nos llamaban a cada paso. Y muchas veces las otras tías nos habían sermoneado largamente por tratar así a tía Leo. Yo sonreía plácidamente porque ellas no sabían de la misa la media. ¡Si supieran o sospecharan todo lo que yo sé!
A mí me han sobrado razones para imaginar a tía Leo poseedora de una hucha gigantesca, más grande que un pozo. En un descuido de ella, un día abrí su armario de caoba, oloroso a Maderas de Oriente, para robarle un menudo; ¡cuál no sería mi sorpresa al ver amontonados en un rincón billetes y más billetes de todos los tamaños, colores, números! Abrí los ojos desmesurados porque no podía creer lo que estaba viendo. Toqué azorada los billetes, algunos nuevecitos, y me pareció que nunca había tocado nada igual; todo como un sueño.
Además, una noche, cuando el viejo reloj del comedor marcaba las dos de la mañana, me desperté, y atraída por la raya de luz que escapaba del dormitorio de tía Leo, me levanté a preguntarle si se sentía indispuesta. La curiosidad me empujó a mirar primero por la cerradura del cuarto: sentada ante su pequeño escritorio, tía Leo tenía frente a sí varios rimeros de billetes. Despaciosamente, cuidando con su saliva que uno no pegara con el otro, los iba contando con una expresión radiante en el rostro, e iba anotando las cifras metódicamente en un cuadernucho manoseado. Yo sentí miedo de ver la expresión de su cara; el júbilo le abría profundos surcos a los lados de la nariz y borraba totalmente todos aquellos rasgos que a su edad aun se podían llamar bellos; en esos momentos había en sus ojos chisporroteos de jade que endurecían horriblemente sus facciones y le daban un no sé qué de diabólico o de malvado. Además no se me olvida que su dormitorio, tapizado todo de un rojo mustio, con el vaivén de la
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