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SIMON EL MAGO.

Enviado por   •  22 de Marzo de 2018  •  7.508 Palabras (31 Páginas)  •  538 Visitas

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A no ser porque su corazón se empeñó en quererme de aquel modo no soportara toda la guerra que la di. Frutos era negra de pura raza; lo más negro que he conocido; de una negrura blanda y movible, jetona como ella sola, sobre todo en los días de vena que eran los más, muy sacada de jarretes y gacha. No sé si entonces usarían las hembras, como ahora, eso que tanto las abulta por detrás; sí lo usarían, porque a Frutos no le había de faltar; y era tal su tamaño que la pollera de percal morado que por delante barría le quedaba tan alta por detrás, que el ruedo anterior se veía blanquear, enredado en aquellos espundiosos dedos; de aquí el que su andar tuviese los balanceos y treguas de la gente patoja. Camisa con escote y volante era su corpiño; en primitiva desnudez lucía su brazo roñoso y amorcillado; tapábase las greñudas "pasas" con pañuelo de color rabioso que anudaba en la frente a manera de oriental turbante; sólo para ir al templo se embozaba en una mantellina, verdusca ya por el tiempo; a paseo o demás negocio callejero iba siempre desmantada. Pero eso sí: muy limpia y zurcida, porque a pulcra en su persona nadie le ganó. ¡Muy zamba y muy fea! ¿No? Pues así y todo tenía ideas de la más rancia aristocracia, y hacía unas distinciones y deslindes de castas de que muchos blancos no se curan: no me dejaba juntar con muchachos mulatos, dizque porque no me tendrían el suficiente respeto cuando yo fuera un señor grande; jamás consintió que permaneciese en su cuarto, aunque estuviera con la gota, "porqui un blanco -decía- metido en cuarto de negras, s'emboba y se güelve un tientagallinas"; iguales razones alegaba para no dejarme ir a la cocina, y eso que el tal paraje me atraía: cuestión bucólica. Sólo por Nochebuena podía estarme allí cuanto quisiera, y hasta meter la sucia manita en todo; pero era porque en tan clásicos días toda la familia pasaba a la cocina. Mi padre y mis hermanos grandes, con toda su gravedad de señores muy principales, se daban sus vueltas por allí, y sacaban con un chuzo, de la hirviente cazuela, ya el dorado buñuelo, ya la esponjosa y retorcida hojuela; o bien haciendo del mecedor revolvían el pailón de natilla, que, revienta por aquí, revienta por más allá, formaba cráteres tamaños como dedales. Las horas en que yo estaba en la escuela, que para Frutos eran de asueto, las pasaba ésta en hilar, arte en que era muy diestra; pero no bien el escolar se hacía sentir en la casa, huso, algodón y ovillo, todo iba a un rincón. "El niño" era antes que todo; sólo "el niño" la ponía de buen humor; sólo "el niño" arrancaba risas a esa boca donde palpitaban airadas palabras y gruñidos. Admirada de este fenómeno, decía mi madre: "¡Este muchacho lo tendrá mi Dios para santo, cuando desde niño hace de estos milagros!". Al amparo de tal patrocinio iba sacando yo un geniecillo tan amerengado y voluntarioso, ¡que no había trapos con qué agarrarme! Ora me revolcaba dándome de calabazadas contra todo lo que topaba; ora estallaba en furibundos alaridos acompañados de lagrimones, cuando no me daba por aventar las cosas o por morder. Tía Cruz, persona muy timorata y cabal, al ver mis arranques, se permitió una vez decir delante de Frutos que "el niño" estaba "falto de rejo". ¡Más le hubiera valido ser muda a la buena señora! Frutos la hartó a desvergüenzas y la cobró una malquerencia tan grande, que siempre que la veía resoplaba de puro rabiosa. Viendo los hilos que yo llevaba, solía protestar mi padre, y hasta manifestaba conatos de zurra; pero mamá lo aplacaba, diciéndole con las manos en la cabeza: "¡No te metás, por Dios! ¡Quién aguanta a Frutos!". Y como de todo lo malo casi siempre me daba cuenta, comprendí que por este lado bien cogidos los tenía, y me aprovechaba para hacer de las mías.

Cuando veía la cosa apurada "las prendía" a asilarme en los brazos de Frutos; tomábamos camino del jardín, lugar de nuestros coloquios, y una vez allí... ¡como si estuviéramos en la luna! A medida que yo crecía, crecían también los cuentos y relatos de Frutos, sin faltar los ejemplos y milagros de santos y ánimas benditas, materia en que tenía grande erudición; e íbame aficionando tanto a aquello, que no apetecía sino oír y oír. Las horas muertas se me pasaban suspenso de la palabra de Frutos. ¡Qué verbo el de aquella criatura! Mi fe y mi admiración se colmaron; llegué a persuadirme de que en la persona de Frutos se había juntado todo lo más sabio, todo lo más grande del universo mundo; su parecer fue para mí el Evangelio; palabras sacramentales las suyas. Narrando y narrando llególes el turno a los cuentos de brujería y de duendería. ¡Y aquí el extasiarse mi alma! Todo lo hasta entonces oído, que tanto me encantara, se me volvió una vulgaridad. ¡Brujas!... ¡Eso sí era la atracción de la belleza! ¡Eso sí merecía que uno le consagrara todita su vida en cuerpo y alma! Ser payasito o comisario me había parecido siempre grande oficio; pero desde ese día me dije: "¡Qué payaso ni qué nada! ¡Como brujo no hay!". Cuanto entendía por hazañoso, por elevado, por útil, todo lo vi en la brujería. Las calenturas del entusiasmo me atacaron. A fuerza de hacer repetir a Frutos las embrujadas narraciones, pude grabarlas en la memoria con sus más nimios detalles. Del cuento pasábamos al comentario. -¡Coger brujas -me dijo una vez- es de lo más fácil! ¡Nu'es más qui agarrar un puñao de mostaza y regala por toíto el cuarto: a la noche viene la vagamunda! Y echa a pañar, a pañar frut'e mostaza; y a lo qu'está bien agachada pañando, nu'es más que tirale con el cintu'e San Agustín... ¡y ai mesmito qued'enlazada de patimano, enredad'en el pelo! Un padrecito de la villa de Tunja cogía muchas asina, y las amarraba de la pata di'una mesa; ¡pero la cocinera del cura era tan boba que les daba güevo tibio, y las malditas s'embarcaban en la coca! ¡Consiá, cuandu'a las brujas no se les puede ni an mentar coqu'e güevo porqui al momentico se güelven ojo di hormiga.. ¡y se van! -¡Ajáa! -dije yo-. ¿Y comu'hacen pa caber?... -¡Pis! -replicó-. ¡Anté que si'achiquitan en la coca a como les da la gana! ¡María Santísima! -¿Y no se pueden matar? -la pregunté. -Eso sí; peru'al sigún y conjorme: si se les meti una cortada bien jonda se mueren; pero como son tan sabidas, ellas mesmas se meten otra y s'empatan y güelven a quedar güenas y sanas. -¿Y matadas comu'hacen? -¡Tan bobo! ¿No ve qu'ellas no se mueren del tiro sin'una qui'otra vez? Hay que tirales a toda gana la primerita cortada pa que queden ai tendidas. ¡Pero con el cinto de mi Padre San Agustín sí ni les valen marrullas!

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