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Una muerte dulce

Enviado por   •  1 de Septiembre de 2018  •  Tesis  •  1.757 Palabras (8 Páginas)  •  315 Visitas

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sábado, 08 de diciembre de 2007

Por el derecho a morir y vivir dignamente

Una muerte dulce

El poeta Carlos Framb tenía un pacto de amor con su madre: la ayudaría a morir cuando ella no resistiera más los dolores del cuerpo. Él quiso acompañarla, pero sus planes fallaron: sólo murió ella.

Carolina Gutiérrez Torres / Enviada especial a Medellín

Archivo particular

El poeta antioqueño Carlos Framb asistió a su madre en su suicidio. Intentó acompañarla en ese viaje, pero se salvó.

La mamá —Luz Mila Alzate Henao, de 82 años— yacía a un lado de la cama, en posición fetal, sumida en un sueño profundo, eterno. El hijo —Carlos Framb— se acostó a su lado, la abrazó y perdió el conocimiento. Lo hizo después de tomarse el mismo bebedizo que la madre ingirió “para trascender, para partir, para desaparecer, para quitarse la vida y todos esos otros eufemismos que reemplazan la palabra suicidio; esa expresión tan fuerte de la que nunca se habla”, dice Framb desde la cárcel de Yarumito, en Itagüí (Antioquia).

Cuando volvió a tener conciencia estaba en el Hospital San Vicente de Paúl de Medellín, rodeado de abogados. Él, aún abrumado porque acababa de despertarse de un sueño de dos días y medio, pensó que realmente había muerto intoxicado. “Al ver esa gente me dije: ‘ve, sí me morí y estoy en el infierno en el juicio final’ ”. El fiscal le preguntó entonces si aceptaba el delito que le estaban imputando: homicidio agravado. Framb sostuvo que no la mató, que ella se quería morir, que él sólo la ayudó en ese tránsito, y no aceptó los cargos.

Después lo llevaron al pabellón de psiquiatría porque “aquí en Colombia —dice Framb— creen que una persona tiene que estar loca para suicidarse”; pero los exámenes dictaminaron que él no lo estaba. Días más tarde el poeta Carlos Framb fue trasladado a la cárcel de Yarumito, donde lleva más de un mes detenido.

En Yarumito

Carlos Framb estaba en la habitación, sentado al frente del escritorio donde reposan los libros que tanto ama. Él prefiere no ser llamado poeta, aunque sus versos estén plasmados en dos obras que en las librerías catalogan como poesía: Antínoo (1987) y Un día en el paraíso (1994). Iván, el hermano mayor, estaba sentado en el borde de la cama tendida con un cobertor ocre. Ese miércoles había ido de visita.

Hablaron de sus tiempos de niños en Sonsón —un pueblo al oriente de Antioquia—, del gusto de Carlos Framb por la literatura, del viaje de Iván a Estados Unidos, de otras cosas y, claro, de la madre muerta, de la depresión que empezó a consumirla, de su llanto casi diario, de la operación de cataratas que la dejó viendo sólo sombras, de la osteoporosis que se la fue tragando. “¿Por qué el Señor no se acordará de mí? ¿Por qué tengo que vivir así?”, se preguntaba ella y les preguntaba a los hijos. Ninguno tenía respuesta.

“Yo no sé, Iván, si usted estaba el día en el que conversamos en la sala sobre cómo se había ido de rápido el 2007, y mi mamá interrumpió para decir: ‘Con la ayuda de Dios yo no paso de este año’. Insistía mucho en el deseo de terminar el viaje”, le dijo Carlos al hermano. Iván asintió y luego repuso: “Cuando iba a visitarla me decía: ‘¡Ay!, si por lo menos pudiera ver un poquito’. Se desesperaba, se ponía a rezar en voz alta y después se acostaba a llorar”.

En esa angustia diaria, Carlos Framb la acompañó. Vivían juntos en un apartaestudio en el barrio El Estadio. Él trabajaba como profesor de literatura en el colegio Ferrini. Todos los días se iba a las 6 y 30 de la mañana y regresaba a la una de la tarde. Ese tiempo sin el hijo la hacía sentir más enferma, más triste. Por eso hablaron de “terminar el camino” con la ayuda del hijo, de que él fuera un instrumento que facilitara ese tránsito. “Ella sabía y aceptó que yo asistiera su suicidio —dice Carlos Framb—, pero me advirtió que no quería saber con días de anterioridad en qué momento iba a ser”.

El sábado

El día en el que la madre iba a morir, transcurrió como de costumbre: con los lamentos incesantes de doña Luz Mila: “¡Ay, esta ceguera, no veo nada!”. Por la noche, Carlos Framb llegó a la casa y le contó a su madre que todo estaba listo para ese día. Ella estuvo de acuerdo e hizo las oraciones acostumbradas. Carlos preparó el bebedizo: un coctel con sedantes y morfina, receta que copió de un libro que, según él, enseña la forma de morir dulcemente. “Yo aludí a lo bello que sería para mí acompañarla, irnos juntos —cuenta Carlos—. Ella no estuvo de acuerdo en que yo me fuera con ella, pero yo no le prometí nada”.

Se sentaron los dos en la cama. La mamá se tomó el coctel. No hubo despedidas. Ella se acostó y mientras iba sintiendo pesados los ojos le decía al hijo que eso que se había tomado le había caído como bien. Le habló hasta que se quedó dormida, hasta que se fue. El hijo

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