LA INCONEXION DE LOS CONECTADOS
Enviado por karlo • 10 de Diciembre de 2018 • 2.558 Palabras (11 Páginas) • 297 Visitas
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Me desperté el viernes sin alarmas. Dormí bien, no me preocupé por ver si hablaban de alguna prueba o tarea. Si las había, me embromaba. Rutina nuevamente alterada. Me había despertado 15 minutos más tarde de lo habitual. No me alarmé, ahora sabía que el tiempo rendía más. Salgo de mi casa, no conecto el Bluetooth al auto, hoy iba a escuchar la radio. El conductor de la 102.9 hizo un comentario, que al instante quedó en segundo plano. A partir de el conductor, surgió la charla con mi papá. Descubría otra faceta de él, otra vez. Ahí me di cuenta que en realidad el hombre con el que viajo todos los lunes y viernes si está interesado en escucharme. En escuchar de mis proyectos, mis deseos, mis ganas. Ahí entendí que quizás muchos otros también están interesados en escucharme, y que la que no está interesada en contar soy yo. Me encierro en mi propio mundo, sintiendo que el otro va a tener alguien más importante o interesante para escuchar. Busco el consuelo en fotos de perfiles que sigo en Instagram, imaginando sus vidas, deseando ser así. Llegué a mi destino, lo saludé con un beso a mi papá y bajé del auto para entrar al colegio. Me descubrí a mí misma mirando todo el tiempo para abajo, hacia la calle, hacia la vereda, como si tuviera un celular. Me quise morir, realmente estamos inevolucionando. Física y mentalmente el celular nos achica.
Al salir del colegio decido tomarme un colectivo distinto para ir al centro. Me tomo el 10 en vez del 18 o el 83. Hoy no iba a leer. Hoy me iba a dedicar a mirar a la gente, la ciudad. Me sorprendí de nuevo, muchos están con el móvil, pero menos que el miércoles. ¿Será que esta vez los humanos le ganamos al celular?. Me alegro al mirar al asiento de adelante y ver a dos chicas que charlan animadamente. Me alegro aún más al escucharlas hablar por 30 minutos, riendo y mirándose a la cara. No hay celular de por medio. En este viaje, el humano ganó.
Justo cuando empezaba a creer que no todo estaba perdido, fui a almorzar con mi prima. Apenas llegamos buscamos mesas en el atestado patio de comidas. Cuando encontramos, ella fue a buscar las hamburguesas mientras yo esperaba. A mi izquierda había chicas de 16 años más o menos. Eran cuatro en total. Una escuchaba música con un solo auricular, en un gesto de “dale, vos seguí, yo te escucho.”, la otra se reía mirando la pantalla, y la de la esquina buscaba publicaciones de Instagram. A la restante no la veía, pero supuse que estaba con el celular también. Era una conversación vacía, con risas tontas y desganadas. Pensaba que era un suicidio seguir viendo y escuchando eso cuando volvió mi prima Victoria con la comida. Dejó la bandeja en la mesa para sentarse y agarrar el celular. Le sacó una foto a la comida. No una, tres o cuatro hasta que la foto estaba perfecta para subir a Snapchat. Me di cuenta lo ridículos que nos vemos al sacarle fotos a una hamburguesa desarmada y una Coca que la acompaña. Intenté distraer su atención del celular haciéndole preguntas de su vida, contándole de la mía. Tardó 10 minutos más que yo en terminar su comida. Por cada bocado respondía un chat o un snap. Largué una triste risa interna imaginando que mis abuelos están en la misma situación cuando salen a comer conmigo o mis primos. Espantada con la realidad que había descubierto, agradecí cuando ya era momento de irnos. Íbamos charlando, y comenté que me estaba empezando a gustar alguien, a lo que Vicky me dijo que me fijara en el mapa de Snapchat si estaba cerca nuestro. Le hice acordar que no tenía el celular conmigo. Palideció. Parecía que se moría. Me miró y dijo: “Qué horror. ¿Para qué haces eso? Ya fue, dejalo”. Más de tristeza que de bronca quise responderle que lo hacía para ver lo perdida que está gente como ella. Por supuesto que me callé, porque… ¿quién soy yo para decirlo si hasta hacía dos días yo era igual?
El viernes al anochecer llegó la pelea semanal con mis papás. La bronca, la tristeza, el enojo de toda la semana se concentraron hasta explotar ante el más mínimo estímulo. Me alejé rápido de mis padres, no me gusta que me vean llorar. Caminé rápido hasta mi habitación para cerrar la puerta y saltar a la cama. Me moría de ganas de desquitarme con muchos emojis enojados en el grupo de mis amigas, de leer un tweet o buscar una frase que me levantara el ánimo. No podía usar el celular. Pensé en el libro. No estaba de humor para leer sobre hermosos paisajes cuando mi ánimo estaba por el suelo. Maldita costumbre, la que tiene el ser humano. Masoquismo puro, estar al borde del vacío y asomarse a mirar. Estamos tristes, y buscamos algún recuerdo que nos haga sentir peor. Estamos heridos, hechamos limón a la herida abierta. Estoy llorando, y busco ese libro de poesía que hace que mis ojos escuezan de tantas lágrimas derramadas. Leí llorando y torturándome hasta no poder más. Dejé el libro en la mesa de luz. Me dí vuelta, no quería ni mirar. Miré la pared, miré mi almohada. Me hice un bollito. Mi cabeza encontró refugio en los peluches que aún conservo. Me hizo acordar a cuando era una nena. Qué feliz era. Las lágrimas se iban con un abrazo o un sana-sana. Qué nostálgicos nos ponemos todos al hablar de la infancia. Quizá extrañamos lo que éramos: niños felices corriendo sin miedo a caer ni miedo a arriesgar. Niños felices, que no necesitaban chatear.
Llegó la hora. Son las 00:00 del sábado 26. Vuelven las redes. Voy a ir de a poco. Abro solo WhatsApp, Instagram y Snapchat van a esperar un tiempo. Todavía no quiero dejar ir a Gonzo por completo, ya me encariñé. Uf, qué nervios. Abro o no abro. Bueno, abro. ¿Qué? ¿En serio? Qué desilusión. Esperaba miles de mensajes. ¿Sólo 14? ¿Nada más? ¿Qué pasó? Será que en realidad si hay vida afuera del celular. Quizás no era tan indispensable. ¿Sigo viva? ¿Por qué no hay más? ¿Será que soy yo la que busca conectarse? Paso 6 minutos con el celular prendido. Escribo mi crónica. Reviso. ¿Será un error de red porque ya se había acostumbrado a estar apagado? No. No es un error, puedo mandar mensajes, aunque no me llega ninguno nuevo. Me enojo conmigo misma. ¿Cómo pude haber visualizado todo? Recién ahora me doy cuenta que soy una dependiente. Me enojo más. Lo apago de nuevo. Chau WhatsApp, nos vemos… ¿mañana?.
Me traiciono a mi misma. Abro Instagram. Qué horroroso error. Lo abrí con la esperanza de ver alguna foto del que ocupa mi cabeza desde hace un tiempo. Hay fotos. Son como 7. ¿Qué hice? Me quiero morir. Estoy enojada conmigo de nuevo. Veo fotos de él con amigos. De él con la amiga. De él con la novia. Glup. Glup. ¡GLUP!. El nudo en la garganta no pasa. Me reprocho. Tonta, tonta, tonta, te dije que no te ilusionaras. Ya sé, perdón, no me salió. Más enojo. Se me empieza a pasar.
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