“INFLUENCIA FRANCESA EN LA GASTRONOMÍA MEXICANA DURANTE EL PORFIRIATO”
Enviado por Christopher • 28 de Noviembre de 2018 • 3.225 Palabras (13 Páginas) • 533 Visitas
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al hablar de la gastronomía mexicana en el siglo pasado, a menudo se hace referencia a la influencia francesa; sin embargo, resulta interesante observar que, si bien eran los platillos galos los que efectivamente se procuraba imitar en los nuevos cafés y restaurantes.
Consumada la Independencia, se abren las fronteras a los ciudadanos de países europeos y se permite la entrada de diversos productos. Llegan a nuestra nación, procedentes de Francia, personas con diferentes profesiones –hosteleros, cocineros, reposteros- así como una amplia gama de artículos galos. Sin embargo, la adopción de modas, guisos y maneras de mesa al estilo francés se llevó a cabo de manera pausada y, como era de esperarse, produjo tanto reacciones positivas como de rechazo. Al tiempo que transcurrió el revolucionario siglo XIX, el proceso conjunto de afrancesamiento y de afirmación de lo propio, se vio reflejado en el tipo de negocios dedicados al ramo de alimentos y bebidas.
Así pues, alrededor de los años setenta se empezó a observar, especialmente en la capital, una reconstrucción generalizada de viejos locales como el del café del Refugio, la fonda del Hotel Nacional y el café de La Bella Unión, y otros más se construyeron, como El Recreo Mexicano. Con el fin de volver a decorar o levantar estos lugares se realizaron inversiones cuantiosas lo que llevó a sus dueños a publicar prontamente sus lujos –uso de vajillas y manteles importados- y su esmerado servicio, hecho que les ayudó a aumentar el número de concurrentes y competir con los establecimientos más sobresalientes.
A grandes rasgos, los cafés fueron evolucionando hasta convertirse, en lugares de recreo y de consumo de alimentos y bebidas. Eran amplios locales que servían a toda clase de propósitos; en ellos se desayunaba, se hacían grandes comilonas con los platillos de moda como el jamón de York o los volovanes de ostión o bien, se disfrutaba la tarde bebiendo una copa de coñac.
En la ciudad de México existían 111 bizcocherías, 111 chocolaterías, 38 dulcerías, 10 pastelerías, 14 hoteles con restaurant, entre otras, esto hacia el año 1864.
Entre las novedades más exitosas, sin lugar a dudas, se encontraban los gabinetes particulares los cuales eran ofrecidos a las familias con el fin de tener un poco más de privacidad, así como a las parejas que deseaban pasar una velada romántica. Entre los tívolis más afamados se encontraban: el Robinson y el de la Rivera de San Cosme.
Era tan grande la necesidad de un refugio alternativo como el que ofrecían los cafés y tívolis, que con frecuencia los diarios sugerían a sus dueños que programaran conciertos y otras actividades durante las noches en que los teatros cerraban sus puertas. De esta manera, nació otra modalidad importada de Francia: el café cantante.
A finales del siglo XIX se abrió la Pastelería y dulcería El Globo y la Dulcería de Celaya.
J. Juan Tablada (poeta, diplomático y periodista mexicano) escribió sobre la influencia francesa en la gastronomía mexicana a finales del siglo XIX:
La Fisiología del gusto de Brillat Savarin era un código popular, en cualquiera de los restaurantes públicos se comía bien y en algunos de ellos la buena tradición francesa era escrupulosamente mantenida.
Los mejores “chefs” eran, ya desaparecido Porraz, Recamier, Daumont, y Deverdun, cuya casa, aunque era sólo pastelería y dulcería, solía servir banquetes de gusto irreprochable capaces de haber complacido al propio Gramont Caderousse.
Sylvain Daumont se especializaba en los platos de carne y caza. El filete de venado guarnecido con puré de castañas, el “salmis” de agachonas y los “tournedos” de Sylvain eran famosos. Su bodega era excelente y en su casa se servían los tintos a la buena usanza, el cognac en esas copas semejantes a bombillas de quinqué que al calor de la mano que las envuelve exhalan el “bouquet” aromado del recio aguardiente; el borgoña entibiado al baño María, el champaña entre trozos de hielo.
Daumont y todos sus colegas de la época tenían el “orgullo del oficio”, no eran sólo mercaderes, sino artistas y conscientes continuadores de una tradición de refinado buen gusto. Daumont me dijo cierta vez que el gran cocinero debía, por instinto, saber combinar los sabores, como el músico los sonidos o el pintor los colores. Y lo decía sincero y convencido, no creyéndose inferior a ningún otro artífice.
Muy cerca de Daumont, en la misma calle del Coliseo Viejo, estaba la fonda de Montaudon que se especializaba en mariscos. La sopa de tortuga era allí famosa y nunca como en aquella fonda fueron aderezados y servidos langostinos y ostiones, huachinangos y pámpanos.
El buen “chef” con ser clásico no desdeñaba servir los buenos guisos mexicanos, como las “jaibas en chilpachole” y aquel inefable pescado blanco de los lagos mexicanos, Chalco, Chapala y Pátzcuaro; más exquisito que la trucha o el “sole” y que disminuyó cuando algún Cacaseno político discurrió poblar las aguas habitadas por el exquisito pescado blanco, revestido de plata y nácar, con la carpa soez y cenagosa.
En aquellas épocas decir las dos palabras “Dulcería Francesa” era llenar de júbilo a quien las oía, pues para el niño evocaban los fascinadores juguetes, para la mujer los bombones y los “petit-fours” únicos y para el hombre los excelentes vinos y los pasteles deliciosos, todo lo cual se vendía en aquellas tiendas encantadoras que en las vísperas de los días onomásticos se veían henchidas por miembros de la mejor sociedad.
La dulcería de Deverdun, situada en la calle del Espíritu Santo, era del buen tono. Con sus enormes vitrinas murales y sus mostradores tenía un aspecto de verdadera elegancia. Tenía, a pesar de su esencial frivolidad, un aire severo y “dignified” dentro del cual el dueño y sus rubias hijas, con finísimas maneras, inconcebibles para el yankismo comercial que nos invadió luego, servían a la distinguida clientela. La repostería de Deverdun, sus bombones y frutas “glacées” dentro de bolsas y estuches de seda decorados a mano tenían un sello exquisito. Los vinos de su bodega eran principescos, datando algunos del año de la intervención napoleónica.
La Casa de Paisano que luego fue de Genin, abría sus amplias puertas en la segunda calle de Plateros y era punto de reunión de elegantes y literatos que al filo de las doce iban a tomar el aperitivo y a saborear ciertos “vol-au-vent” memorables…”.1
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