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La Fiebre amarilla en Panamá

Enviado por   •  15 de Noviembre de 2018  •  4.142 Palabras (17 Páginas)  •  441 Visitas

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A principios de 1882, la compañía francesa se ve forzada a organizar una red de servicios médicos a todo lo largo de la obra, atendidos por la congregación religiosa Hermanas de San Vicente de Paúl. El primer hospital con 200 camas se estableció en la ciudad atlántica de Colón, en el mes de marzo, a la vez que en el Pacífico se inició la construcción del Hospital Central de Panamá, en el Cerro Ancón, próximo a la ciudad capital, el denominado “L ‘Hopital Notre Dame du Canal”, que constaba con 500 camas, muy bien equipado para la época y con médicos graduados de las mejores universidades. El costo de la obra fue de $5 millones, una suma enorme para la época. Los cuidados de enfermería estaban a cargo de dos docenas de miembros de la comunidad de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl., en la isla de Taboga se otro estableció otro hospital con capacidad para 25 camas e igualmente construyeron dispensarios en diferentes poblaciones situadas en la vía del ferrocarril, para la atención inmediata de los casos de urgencia y su rápido traslado a los grandes hospitales.

Sin pensar que pudiera haber alguna relación entre el mosquito y la transmisión de la Fiebre Amarilla, los médicos franceses y las esforzadas religiosas cometían a diario un sin número de errores que propiciaban el contagio de pacientes no infectados. Por ejemplo, en los jardines del hospital se cultivaban diversas variedades de vegetales y flores. Para protegerlos de las hormigas se construyeron canales de agua alrededor de las plantas. Dentro de los propios hospitales, se colocaban palanganas con agua bajo las patas de las camas para mantener alejados a los insectos. Ambos métodos resultaban ser excelentes criaderos para los mosquitos Aedes Aegipty, transmisor de la Fiebre.

Finalmente, y tras haber hecho todos los arreglos para la excavación, Couvreux y Hersent decidieron retirarse del proyecto, y el 31 de diciembre de 1882 escribieron a de Lesseps pidiendo la cancelación de su contrato. La confusión reinó por un tiempo, hasta el nombramiento de Jules Dingler como el nuevo Director General. A pesar de la amenaza de la fiebre amarilla, Dingler, ingeniero de habilidades, reputación y experiencia sobresalientes, llegó a Colón el 1 de marzo de 1883, acompañado por su familia y Charles de Lesseps. Pero justo cuando parecía que las cosas iban bien, la tragedia llegó a la familia Dingler. Su hija, Louise, murió de fiebre amarilla en 1884. Un mes más tarde, el hijo de Dingler de 20 años, Jules, murió de la misma enfermedad. Como si no hubiera sido suficiente, el prometido de su hija, quien había llegado de Francia con la familia, contrajo la enfermedad y también murió. La enfermedad se cebó sobre obreros y directivos del canal, lo cual contribuyo en mucho a los trastornos en la construcción del mismo. Claro, que a esta gran mortalidad contribuía de la más inocente manera, el hecho de mantener recipientes con agua por todas partes y horribles condiciones sanitarias con maleza muy cerca de las casas y lugares de trabajo. Los empleados, por otra parte, a pesar de que los hospitales eran impecables, rehusaban la hospitalización debido al temor generalizado de fallecer, por otras causas diferentes a su patología de ingreso. De tal forma que la gran mayoría de los fallecimientos ocurrían fuera del ambiente hospitalario, no eran informados, de manera que por cada muerto, se estimaba que había un mínimo de dos no reportados.

La muerte, la guadaña, la intrusa como la llamaba Juan Montalvo, el famoso escritor ecuatoriano, era la dueña y señora de la obra canalera, al punto que la mortalidad llego a la enorme cifra de 40 personas diarias, la mayoría por la terrible fiebre amarilla. El peor año fue 1884, con 1163 muertos, cifra record registrada en los anales de la construcción canalera.

He aquí un impactante testimonio de uno de los trabajadores “desde Colón, la Compañía del Ferrocarril ponía diariamente un tren mortuorio, que iba recogiendo cadáveres en su viaje al cementerio. Fue siempre lo mismo, enterrar, enterrar y enterrar. A veces, dos, tres o cuatro trenes por día, con negros de Jamaica. No había visto nada semejante a esto. No importaba que fueran blancos o negros, para observar cómo se moría. Simplemente morían como animales”. Otro relato muy crudo, de un espectador de la época es el siguiente “Sentado en el balcón de mi casa, observo la puerta de una pequeña casa de adobe que se abre a medias. La mujer de la casa, donde viven dos o tres empleados de la Compañía, mira cautelosamente hacia la calle. Entra nuevamente a la casa, para salir arrastrando un bulto que deja rápidamente en la sucia calle. Con las luces del amanecer, observo un buitre que trata de picotear al bulto. Desciendo de mi balcón y espanto al ave, que vuela hacia un lugar en la catedral, pero que permanece mirando en ese amanecer tropical hacia lo que ayer fue un hombre, hace un mes un hombre con esperanzas que había partido de Le Havre. Hoy un muerto más por la fiebre amarilla”. Un tétrico retrato de esta situación, aunque exagerado, lo dio el famoso periodista francés Edoudard Drumont, “los hombres morían como mariposas, a la rata de casi el 40%. El verdadero número de muertes, que no puede ser menos de 13000, nunca será conocido. Algunas veces, los trabajadores que morían en sus puestos, eran simplemente lanzados en los terraplenes y un tren de vagones descargaba su carga encima de ellos y sus cuerpos eran cubiertos rápidamente con 20 pulgadas de tierra. El Istmo se ha convertido en un inmenso campo de esqueletos”. En cuanto a la morbilidad, el asunto se tornaba caótico. Algunos investigadores señalan que por lo menos, un tercio de la fuerza laboral de cualquier año, enfermó. Así, por ejemplo, si en 1884 existía una fuerza laboral de 17615 hombres, 5535 estuvieron en algún momento enfermos ese año, incluyendo por supuesto, los fallecidos.

Los franceses no trataron de mejorar el saneamiento ambiental de las ciudades terminales de Panamá y Colón, donde vivía un gran número de la fuerza laboral. En ambas, pero principalmente en Colón, las calles eran los basureros de los habitantes y no existía ningún tipo de drenajes. Con los grandes aguaceros, los inmensos lodazales y las aguas estancadas eran los mejores criaderos de mosquitos. Colón, sin lugar a dudas, se convirtió en la capital de la inmundicia. En fin, la medicina curativa que desarrollaron los franceses, fue en honor a la verdad, de primera línea, pero este tipo de acción sanitaria es inútil sin las correspondientes medidas de salubridad. Aunque la mortalidad era difícil de evaluar, es probable que la más exacta en todas las estadísticas, fuera la establecida por una Comisión nombrada por la Compagnie Nouvelle, (la segunda compañía del Canal

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