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Filosofia politica. Facultad de Derecho, ciencias políticas y sociales

Enviado por   •  8 de Febrero de 2018  •  15.150 Palabras (61 Páginas)  •  442 Visitas

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Pensaba que un verdadero Estado debe ser racional y que el Estado racional debe procurar la felicidad de todos los ciudadanos. En la polis griega, como es natural, existían las divisiones de clases sociales contrapuestas, con lo que ello implica de dominación, opresión y lucha. En un régimen aristocrático-oligárquico, las clases superiores oprimen a la popular; y en un régimen democrático, las clases populares tienden a barrer a los oligarcas. Por supuesto, nos referimos a la democracia griega, distinta a la nuestra. Por otro lado, los regímenes democráticos siempre fueron en Grecia más humanitarios y progresistas que los otros tipos de regímenes. Así, por ejemplo: la primera amnistía política concedida en la historia fue otorgada por la democracia de Trasíbulo y Trásilo en el 403 a.C. Aunque esa democracia fue la que condenó a Sócrates, Platón la juzga benévolamente, reconociendo la justicia de tal acto, la concesión de la amnistía.

“Ocurrían desde luego también bajo aquel gobierno, por tratarse de un período turbulento muchas cosas que podrían ser objeto de desaprobación; y nada tiene de extraño que en medio de una revolución, ciertas gentes tomaran venganzas excesivas de algunos adversarios. No obstante, los entonces repatriados (se refiere a los desterradas del partido democrático, que recuperaron Atenas bajo la dirección de Trasíbulo y Trásilo) observaron una considerable moderación (obviamente, con esta expresión se refiere a la mencionada amnistía)"[2].

¿Qué es lo que sueña Platón? La existencia de un Estado unitario, sin luchas de clases ¿Cómo se logra tal cosa? Platón reconocía que en todo Estado tiene que haber diferencias entre los ciudadanos. Mas pensaba que tales diferencias no debían basarse en la economía. Las distinciones generadas por la diferencia económica generalmente suelen ser injustas. Estipuló, pues, un Estado meritocrático. Las diferencias provendrían de la necesaria división del trabajo, de los méritos de cada cual para ocupar determinadas tareas y del gusto y deseo de cada uno para dedicarse a las tareas para las que está dotado. El problema que se plantea es cómo puede haber gentes a quienes no gusten los honores, los cargos, el poder, las riquezas. La respuesta del Académico es: desposeamos a quienes se dediquen a gobernar de las riquezas y de todo aquello que genera egoísmos y estimula la carencia de generosidad y entrega, desposeamos a los tales de la propiedad privada, de la familia, del dinero y de las riquezas. Deberemos darles una esmerada formación, no sólo matemático-geométrica, sino de carácter. Deberemos ofertarles las condiciones de posibilidad para que, siendo generosos, miren por el bienestar de los demás. Los demás pueden dedicarse al comercio, a las ganancias, a tener familia, a amasar los beneficios y dulzuras del dinero. ¡Aunque moderadamente!. Pues Platón, frente al desarrollismo de la talasocracia imperialista de Atenas en el siglo V a.C., hace votos por una polis contenida económicamente.

La justicia ha de buscarse en el encaje entre Estado y ciudadanos. La justicia no es lo que hay. Es decir, no es la legalidad estatal impuesta (eso lo afirman algunos sofistas, como Trasímaco), ni es el contrato social (tal afirmaría Glaucón, uno de los interlocutores de Sócrates en la República), porque el contrato social es la precaria estabilidad de malévolos y acechantes contendientes que transaccionan por el egoísmo de no ser dañados o vencidos. Hay que hallar un subsuelo sustentador de la justicia más firme y más noble. La justicia tampoco es el retraimiento a la individualidad y a la privacidad. Eso es injustificable inhibición. Y si la conciencia se yergue en crítica, el radical crítico pertinaz puede ser llevado a la muerte, como Sócrates. En su “Introducción general” a los Diálogos de Platón, dice el profesor Emilio Lledó:

“Porque Platón, aunque se nutre de su experiencia política, no escribe sólo desde ella y, por supuesto, para ella. Precisamente su modernidad consiste en que sus problemas son nuestros problemas, sus planteamientos son nuestros planteamientos y su lenguaje es el lenguaje en que se plasma la comunidad universal de la mente con la materia, de la historia con la naturaleza, en cualquier edad y en cualquier tiempo. Por eso, la teoría platónica comporta los engarces válidos para entender una buena parte del encadenamiento social. De ellos, precisamente, surge el gran interrogante: ¿qué hay que hacer para que lo público no deteriore a lo privado? ¿Cómo hay que vivir para que la sociedad no corrompa al individuo? Ésta es la cuestión y ésta, por otra parte, es la gran intuición de Platón. Si, como después había de definir Aristóteles, nada hay fuera de la sociedad y el hombre es por naturaleza un ser social, ¿qué enfermedad arrastra la vida histórica, la sociedad, para que siempre existan en ella el dolor, la miseria y, sobre todo, la violencia?’’[3].

¿Cómo superar tales relativismos? Lo lograremos, si damos con un modo de Estado racional, no relativo, de aceptación necesaria y voluntaria, y que, por lo tanto, produzca la felicidad. Si damos con un tipo de Estado que sea un reflejo de la naturaleza humana, habremos encontrado el Estado universal.

“—La investigación que emprendemos no es de poca monta; antes bien, requiere, a mi entender, una persona de visión penetrante. Pero como nosotros carecemos de ella, me f parece —dije— que lo mejor es seguir en esta indagación el método de aquel que, no gozando de muy buena vista, recibe orden de leer desde lejos unas letras pequeñas y se da cuenta entonces de que en algún otro lugar están reproducidas las mismas letras en tamaño mayor y sobre fondo mayor también Este hombre consideraría una feliz circunstancia, creo yo, la que le permitía leer primero estas últimas y comprobar luego si las más pequeñas eran realmente las mismas.

—Desde luego —dijo Adimanto—. Pero ¿qué semejanza adviertes, Sócrates, entre ese ejemplo y la investigación acerca de lo justo?

—Yo te lo diré —respondí— ¿No afirmamos que existe una justicia propia del hombre particular, pero otra también, según creo yo, propia de una ciudad entera?

—Ciertamente —dijo—.

—Y ¿no es la ciudad mayor que el hombre?

—Mayor —dijo—.

—Entonces es posible que haya más justicia en el objeto mayor y que resulte más fácil llegarla a conocer en él. De modo que, si os parece, examinemos ante todo la naturaleza de la justicia en las ciudades, y después pasaremos a estudiarla también en los distintos individuos,

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