Mal de altura.
Enviado por Eric • 2 de Febrero de 2018 • 1.622 Palabras (7 Páginas) • 378 Visitas
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que había dejado la cima poco después de hacerlo yo, llegó enseguida a mi altura. Como mi intención era conservar el poco oxígeno que me quedaba en la botella, le pedí que metiese la mano en la mochila y cerrara la válvula de mi regulador. Así lo hizo. En los diez minutos que siguieron me encontré sorprendentemente bien, con la cabeza despejada y la sensación de estar menos cansado que con la válvula abierta. Entonces, sin previo aviso, noté que me asfixiaba. Empecé a ver borroso, la cabeza me daba vueltas. Estaba a un paso de perder el conocimiento. En lugar de cerrar el oxígeno, Harris, afectado por la hipoxia, había abierto la válvula al máximo, agotando así el contenido de la botella. Sin moverme del sitio, había consumido el oxígeno que me quedaba. En la cima Sur, setenta y cinco metros más abajo, me esperaba otra botella, pero para llegar allí tendría que descender por el terreno más expuesto de toda la ruta sin el beneficio del oxígeno adicional. Y primero debería esperar a que pasase aquella turba. Me quité la ya inservible máscara, clavé el piolet en el helado pellejo de la montaña y me agaché a la espera. Mientras cambiaba triviales felicitaciones con los que iban pasando, por dentro pensaba, exasperado: «¡Daos prisa, joder, daos prisa! ¡Mi cerebro está perdiendo millones de células!». El grueso de los montañeros pertenecía al grupo de Fischer, pero hacia el final de la cola vi llegar a dos compañeros míos, Rob Hall y Yasuko
Namba. Recatada y tímida, Namba estaba a cuarenta minutos de convertirse, a sus cuarenta y siete años, en la mujer de más edad en conquistar el Everest y la segunda japonesa en escalar el pico más alto de cada continente, las llamadas Siete Cimas. Aunque sólo pesaba cuarenta kilos, su figura de gorrión disimulaba una firmeza formidable; en gran medida, lo que impulsaba a Yasuko montaña arriba era la inquebrantable intensidad de su afán. Más rezagado, apareció Hansen. Miembro también de nuestra expedición, Doug Hansen era un empleado de Correos de Seattle con el que había establecido una gran amistad durante la ascensión. «¡Está chupado!», grité al viento procurando darle unos ánimos que yo no tenía. Doug murmuró detrás de su máscara de oxígeno algo que no llegué a entender, me estrechó débilmente la mano y continuó su penosa ascensión. Cerraba la fila Scott Fischer, a quien yo conocía casualmente de Seattle, ciudad en la que ambos residíamos. La fortaleza y el empuje de Fischer eran legendarios (en 1994 había subido al Everest sin oxígeno), así que me extrañó verlo avanzar tan despacio y su aspecto tan agotado cuando por un instante se quitó la máscara para saludar. «¡Bruuce!», jadeó con forzada alegría, empleando su típico saludo fraterno juvenil. Le pregunté cómo estaba y Fischer fingió que bien: «Parece que hoy me cuesta arrastrar el culo, no sé por qué; pero no es nada». Despejado por fin el escalón Hillary, me enganché a la cuerda anaranjada, dejé a Fischer agachado sobre su piolet y bajé repelando por el paso. Eran más de las tres cuando llegué a la Antecima. Unos girones de niebla se desplazaban ya sobre la cumbre del Lhotse, a 8.501 metros, lamiendo la pirámide final del Everest. El tiempo había dejado de ser benigno. Conseguí una nueva botella de oxígeno, la conecté a mi regulador y empecé a bajar por entre las nubes. Poco después de abandonar la cima Sur empezó a nevar y la visibilidad se redujo a cero. Ciento veinte metros más arriba, donde la cumbre seguía bañada por el sol bajo un impoluto cielo azul cobalto, mis colegas perdían el tiempo posando para la posteridad en el ápice del planeta, desplegando banderas, sacando fotos, demorándose. Ninguno de ellos imaginaba la terrible experiencia que estaban a punto de vivir. Nadie sospechaba que hacia el fin de aquel largo día, cada minuto iba a ser decisivo.
DEHRA DUN, INDIA
1852 680 metros Lejos de las montañas, en invierno, descubrí la borrosa fotografía del Everest en el Libro de las maravillas, de Richard Halliburton. Era una reproducción malísima donde los serrados picos emergían blancos contra un cielo grotescamente renegrido. El Everest, al fondo de los primeros picos, ni siquiera parecía más alto, pero daba igual. Lo era: así lo decía la leyenda. Los sueños eran la clave que permitía al muchacho acceder a la fotografía, pisar la ventosa cresta, subir hacia la cumbre, cada vez más cercana... Se trataba de uno de esos sueños desinhibidos que se emancipan al llegar a la madurez. Estaba seguro de que el mío era un sueño compartido; el punto más alto de la tierra, el inalcanzable Everest, ajeno a toda experiencia, estaba allí para que chicos y grandes codiciaran escalarlo. Thomas E. Hornbein
Everest:
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