La Cama Vacía.
Enviado por poland6525 • 3 de Febrero de 2018 • 3.714 Palabras (15 Páginas) • 284 Visitas
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Tres horas de sueño se lo habían anunciado clara y sucintamente. Jani había despertado y, en cuanto se levantara, sería otra persona.
3
Jani dobló su cuerpo para deshacerse de las sábanas que la abrigaban y que su abuela había bordado hacía años. Al quedar descubierta sintió un dolor punzante en el dedo pulgar de su pie izquierdo. Algo lo estaba presionando con una fuerza descomunal. Trató de levantar el pie pero el dolor se lo impidió. Sentía como si alguien estuviera parado encima de su pulgar. Hizo una mueca de dolor y se dejó caer sobre la cama. Pensó que algún insecto le había picado en la noche o quizá ella misma se había lastimado. Iría al baño, se daría una ducha y, ya con el pulgar lavado y desinfectado, el dolor desaparecería. Con renovadas ganas, trató de levantarse. De nuevo, la presión se lo impidió —el pulgar la tenía anclada a la cama. Jani permaneció inmóvil unos segundos; el súbito malestar la había desconcertado. Había despertado hace ya unos minutos, sin embargo, la dolencia no apareció sino hasta el instante en que decidió levantarse. Jani soltó una pequeña risa, la situación le pareció graciosa.
Olvidándose del dolor, Jani movió sus pies bruscamente para bajarse de la cama. Si no podía caminar al baño, pensó, llegaría arrastrándose. Pero una vez más, fue incapaz, a pesar de su determinación, de hacer el más leve cambio de posición. Incluso cuando agarró toda su pierna con las dos manos y la sujetó como si cargara un costal de papas, no logró mover un centímetro de su hueso. Lo que le había parecido chistoso pasó a ser insoportable. Sentía la sangre subiéndole a la cabeza, el enojo estaba a punto de poseerla. Lentamente, para recuperar la compostura y tranquilizarse, inhaló una bocanada de aire. Con el mismo ritmo, cerrando los ojos, exhaló mientras se decía que solo era un calambre. No había más que esperar a que pasara. Algún músculo se habrá contraído, continuó, pronto se relajará.
Jani seguía acostada bocarriba mirando al techo. Se preguntó si la certeza que había sentido minutos atrás no fue otra cosa que la manifestación psicológica de su infección. Quizá su cerebro, al recibir la información sensorial de su pulgar, no supo interpretarla y acabó expresándola como un deseo incorruptible de escapismo. Quizá el impulso de abandonar todo era simplemente un insignificante calambre muscular. Quizá lo que le pesaba no era su existencia. Lo que necesitaba, sin duda, era un ortopedista, no un símbolo mitológico de su adolescencia.
Jani hizo un esfuerzo casi sobrehumano por mirarse el dedo. Levantó la parte superior de su cuerpo y, con extremo cuidado de no mover el pie, acercó la cabeza lo más que pudo para ver lo que causaba su padecimiento.
Soltó un grito seco, áspero. No tenía una infección. Tampoco un calambre o un piquete de mosco. Su pulgar, como si se tratara de un camaleón, había adquirido el color de la superficie de la cama. No solo se había tornado del mismo tono rosa mexicano que la sábana, sino que había adquirido también su diseño. Una delicada raya de color azul rey sobresalía de su piel por debajo de la uña. Jani soltó otro grito al darse cuenta de que la línea encajaba perfectamente con el rombo que había bordado su abuela a modo de adorno. ¡Su dedo ahora era el vértice del rombo! Aterrada, lo agarró con la mano y, pese al terrible dolor, trató de levantarlo. Como si se tratase de una roca, permanecía pegado a la cama. En un acto reflejo, Jani pateó violentamente el pulgar con su pie derecho. Quería desprenderlo de la cama de una vez por todas. No le importaba caer rodando al piso. La imagen de su piel como una pieza de rompecabezas que, ya armado, creaba la parte inferior de un rombo decorativo la volvió loca. A la primera patada siguió la segunda, y la tercera y la cuarta, siempre con los mismos resultados; su dedo permanecía inmutable. Resignada, Jani pasó la palma de su mano por encima de la línea azul. No era solo el color. La raya en su piel había adquirido la textura del rombo. La línea no era otra cosa que un delgado hilo fino, de esos que se usan para coser calcetines. Su dedo entero —ahora se daba cuenta— se había transformado en un pedazo de tela.
Jani miraba sin dar crédito a sus ojos. Se mantenía inmóvil, esperando impaciente lo que pasó a continuación. En instantes entró en pánico, mientras su índice aún rozaba la línea de estambre azul que brotaba de su uña. Sus ojos se mantenían clavados al techo, abiertos como ventanales. Enfocó en su mente el tren ficticio de la novela. Se mantenía estático en la estación. La mujer, callada y pensativa, observa el cielo con pronunciada indecisión. Había que subirse al tren, se dijo Jani. Súbete y ya verás lo que sucede; solo tienes que tomar el tren.
Jani ve a la mujer en la puerta del vagón. Poco a poco el tren empieza a moverse, pero ella no ha subido. Jani le grita desde su cama. Le ruega que tome el tren, le ruega que se apresure o lo perderá para siempre. Como en cámara lenta, el tren se aleja de la estación y la señora lo ve desparecer en la neblina. Una pequeña llovizna ha pintado el cielo de un tono grisáceo. Una gota cae sobre su pelo. Lentamente, la mujer abre su paraguas y emprende el viaje de regreso. Caminando a su casa, se pierde de vista en una carretera que parece no tener fin.
Jani observa todo esto con lágrimas en los ojos. La señora ha desaparecido. El tren ha dejado la estación. Mientras tanto, su muñeca derecha ha comenzado a tornarse rosa. El dolor en su mano se vuelve insoportable.
4
Jani temió desviar su mirada de la familiaridad del cemento gris. Paralizada por el miedo, mantuvo su vista fija en un tabique desvaído. Consideraba que no voltearse —no ceder a su realidad— era un acto de vida o muerte. Le aterraba observar su cuerpo. Le aterraba intentar un movimiento con la mano y correr la misma suerte de su pulgar. Prefería no ver. Prefería fingir que nada ocurría con su muñeca. Mirando el bloque de techo despintado, se escuchó decir que todo estaría bien. Bien, pensó Jani, y se rió. Mi muñeca ya estará rosa en estos momentos, se dijo.
Su muñeca estaba ya rosa. Si hubiera tratado de moverla, Jani habría comprobado sus peores temores. Al igual que su dedo pulgar, la muñeca de Jani era ya parte de la cama. Su piel se había transformado en un pedazo de la tela barata comprada por su abuela en unas vacaciones en Guatemala —más de cuatro décadas olvidadas. Su piel había dejado de ser piel. Los huesos, cartílagos, venas, todo el universo orgánico que habita bajo la piel de su muñeca, había desaparecido sin dejar rastro;
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