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BAJO LA MISMA ESTRELLA. LAS VENTAJAS DE SER INVISIBLE. CIUDADES DE PAPEL

Enviado por   •  30 de Enero de 2018  •  9.581 Palabras (39 Páginas)  •  644 Visitas

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Dio otro paso. Ya estaba lo bastante cerca como para estirar el brazo y tocarle el pie.

— ¿Qué crees que le ha pasado? —me preguntó—. Quizá se deba a un asunto de drogas o algo así.

No quería dejar a Margo sola con el muerto, que quizá se había convertido en un zombi agresivo, pero tampoco me atrevía a quedarme allí comentando las circunstancias de su muerte. Hice acopio de todo mi valor, di un paso adelante y la cogí de la mano.

— ¡Margo vámonos ahora mismo!

—Vale, sí —me contestó.

Corrimos hacia las bicis. El estómago me daba vueltas por algo que se parecía mucho a la emoción, pero que no lo era. Nos subimos a las bicis y la dejé ir delante, porque yo estaba llorando y no quería que me viera. Veía sangre en las suelas de sus zapatillas moradas. La sangre de él. La sangre del tipo muerto.

Llegamos cada uno a nuestras respectivas casas. Mis padres llamaron a urgencias, oí las sirenas en la distancia y pedí permiso para salir a ver los camiones de bomberos, pero, como mi madre me dijo que no, me fui a echar la siesta.

Tanto mi padre como mi madre son psicólogos, lo que quiere decir que soy jodidamente equilibrado. Cuando me desperté, mantuve una larga conversación con mi madre sobre el ciclo de la vida, sobre que la muerte es parte de la vida, pero una parte de la que no tenía que preocuparme demasiado a los nueve años, y me sentí mejor. La verdad es que nunca me preocupó demasiado, lo cual es mucho decir, porque suelo preocuparme por cualquier cosa.

La cuestión es la siguiente: me encontré a un tipo muerto. El pequeño y adorable niño de nueve años y su todavía más pequeña y adorable compañera de juegos encontraron a un tipo al que le salía sangre por la boca, y aquella sangre estaba en sus pequeñas y adorables zapatillas de deporte mientras volvíamos a casa en bici. Es muy dramático y todo eso, pero ¿y qué? No conocía al tipo. Cada puto día se muere gente a la que no conozco. Si tuviera que darme un ataque de nervios cada vez que pasa algo espantoso en el mundo, acabaría más loco que una cabra.

Aquella noche entré en mi habitación a las nueve en punto para meterme en la cama, porque las nueve era la hora a la que tenía que irme a dormir. Mi madre me tapó y me dijo que me quería. Yo le dije: «Hasta mañana», y ella me contestó: «Hasta mañana», y luego apagó la luz y cerró la puerta casi hasta el fondo.

Estaba colocándome de lado cuando vi a Margo Roth Spiegelman al otro lado de mi ventana, con la cara casi pegada a la mosquitera. Me levanté y abrí la ventana, pero la mosquitera que nos separaba seguía pixelándola.

—He investigado —me dijo muy seria.

Aunque la mosquitera dividía su cara incluso de cerca, vi que llevaba en las manos una libretita y un lápiz con marcas de dientes alrededor de la goma. Echó un vistazo a sus notas.

—La señora Feldman, de Jefferson Court, me dijo que se llamaba Robert Joyner. Me contó que vivía en Jefferson Road, en uno de los pisos de encima del supermercado, así que me pasé por allí y había un montón de policías. Uno me preguntó si trabajaba en el periódico del colegio, y le contesté que nuestro colegio no tenía periódico, así que me dijo que, como no era periodista, contestaría a mis preguntas. Me contó que Robert Joyner tenía treinta y seis años. Era abogado. No me dejaban entrar en la casa, pero una mujer llamada Juanita Álvarez vive en la puerta de al lado, de modo que entré en su casa preguntándole si me podría prestar una taza de azúcar. Me dijo que Robert Joyner se había suicidado con una pistola. Entonces le pregunté por qué, y me contestó que estaba triste porque estaba divorciándose.

Margo se calló y me limité a mirarla, a observar su cara gris a la luz de la luna, que la mosquitera dividía en mil cuadraditos. Sus ojos, muy abiertos, pasaban una y otra vez de su libreta a mí.

—Mucha gente se divorcia y no se suicida —le dije.

—Ya lo sé —me contestó nerviosa—. Es lo que le dije a Juanita Álvarez. Y entonces me dijo… —Margo pasó la página de la libreta—. Me dijo que el señor Joyner tenía problemas. Y entonces le pregunté a qué se refería, y me contestó que lo único que podíamos hacer por él era rezar y que me fuera a llevarle el azúcar a mi madre. Le dije que olvidara el azúcar y me marché.

De nuevo no dije nada. Solo quería que Margo siguiera hablando con esa vocecita nerviosa por casi saber algo y que me hacía sentir que estaba sucediéndome algo importante.

—Creo que quizá sé por qué —dijo por fin.

— ¿Por qué?

—Quizá se le rompieron los hilos por dentro —me contestó.

Mientras intentaba pensar en algo que contestarle, me incliné hacia delante, presioné el cierre de la mosquitera y la retiré de la ventana. La dejé en el suelo, pero Margo no me dio la oportunidad de hablar. Antes de que hubiera vuelto a sentarme, levantó la cara hacia mí y me susurró:

—Cierra la ventana.

Así que la cerré. Pensé que se marcharía, pero se quedó allí mirándome. Le dije adiós con la mano y le sonreí, pero sus ojos parecían mirar fijamente algo detrás de mí, algo monstruoso que le había hecho quedarse muy pálida, y tuve demasiado miedo para girarme a ver qué era. Pero detrás de mí no había nada, por supuesto… salvo quizá el tipo muerto.

Dejé la mano quieta. Nos miramos fijamente, cada uno desde su lado del cristal. Nuestras cabezas estaban a la misma altura. No recuerdo cómo acabó la historia, si me fui a la cama o se fue ella. En mi memoria no acaba. Seguimos todavía allí, mirándonos, para siempre.

A Margo siempre le gustaron los misterios. Y teniendo en cuenta todo lo que sucedió después, nunca dejaré de pensar que quizá le gustaban tanto los misterios que se convirtió en uno.

EL DIRARIO DE GREG

Autor: Jeff Kinney

La vida era mejor en los viejos tiempos. ¿O no?

Eso se pregunta Greg Hefley mientras la ciudad se desconecta voluntariamente y se declara libre de aparatos elecrtrónicos. Pero la vida moderna tiene sus ventajas, y Greg no está hecho para los viejos tiempos. La tensión sube dentro y fuera del

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