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COLOMBIA Y LA MUERTE.

Enviado por   •  28 de Junio de 2018  •  5.713 Palabras (23 Páginas)  •  322 Visitas

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Por otra parte y aun con las particularidades de su lógica, la mirada cultural determina apuntando en la misma vía. Al detenerse ya no el cadáver sino en el difunto, aparece la idea de muerte que, como abstracción, es campo fértil para la metafísica, la tecnología y la imaginación en la conjura del horror que suscita el inexorable no ser, toda vez que la muerte es vivida de manera particular según las ideas matrices de los distintos sistemas socioculturales. En efecto, las valoraciones y las actitudes respecto de la muerte varían de una sociedad a otra y por lo mismo, muchas de las conclusiones que el científico obtiene de un grupo humano, no tienen validez para otros, de suerte que, por ejemplo, el ritual funerario y las actitudes hacia el difunto ofrecen características enteramente diversas entre una cultura que concibe la muerte como castigo y otra que la concibe como liberación tratándose de occidente, hay, no obstante, algunos principios universales. El más importante es que la separación de los muertos es no solo una condición de higiene ambiental (estética), si o social (ética y política). En tal sentido, el ceremonial funerario crea las condiciones para el reconocimiento y el dialogo con los difuntos en procura de favores y tutela, evidenciando que pese al dolor y el miedo, la negación no puede ser indefinida. En otras palabras, la inhumación de los muertos como a la de los vivos, de lo que se obtiene tranquilidad para unos y salud fisca y espiritual para otros. Así, toda sociedad medianamente sana entiende que de la actitud ante la muerte dependen sus actitudes ante la muerte dependen sus actitudes ante el poder y el placer, pues de la comprensión de la muerte, de su aceptación y de su valoración deriva el patrimonio ético para acatar y ejercer la autoridad y para regular la economía de los placeres orientándolos hacia la trascendencia por vía de la efectividad y la sensibilidad.

Un haz de certeza fundamentales emerge con nitidez del dialogo con los muertos. En primer lugar, una conciencia de condición humana, toda vez que tanto para opresores como para oprimidos la muerte ofrece, a diferencia de la vida, un lugar común, un mismo y fatal destino, una unidad en la nada que señala las calamidades de la disolución del todo y el compromiso de fraternidad para preservarnos como especie. En segundo lugar, una conciencia sobre la precariedad del ser individual, pero, también sobre la trascendencia del ser colectivo. Al interpelarnos en nuestro ser individual la muerte no solo nos dice que tan breve es nuestro paso por la vida, sino que precisamente por breve ese instante debe ser disfrutado a plenitud. Al interpelarnos en nuestro ser colectivo, la muerte nos invita a contar con los demás para lograr placer, aunque abocándolos al compromiso de servir, de reproducir la vida y de empeñarnos en ella para perpetuarla, para que al trascender como especie, alcance sentido nuestra efímera existencia individual.

En tercer lugar, la muerte nos sitúa en dos ejes vitales: uno diacrónico y otro sincrónico. El diacrónico implica una conciencia de historicidad, la memoria de los muertos, la emulación de sus virtudes y la superación de sus vicios, pero ante todo, la comprensión de que nuestros antepasados vivieron y murieron por nosotros y que, de igual manera, tenemos que vivir, morir y asegurarles un fututo a nuestros descendientes. A su vez, el eje sincrónico sugiere la obtención del placer, pero atendiendo los compromisos con los demás, de cuando surge del entramado de derechos y obligaciones cuya conciencia y práctica nos erigen en sujetos de cultura. Cristalizan as, en tal intersección, las instituciones, dispositivos cd generación puede encauzar su conducta hacia la supervivencia. Finalmente, a la luz de estas consideraciones y habiéndonos señalado su utilidad para elaborar la historia, construir el presente y planear el porvenir, el dialogo con los muertos nos ilumina en que lo opuesto a la vida no es la muerte, sino la no-vida y que, por lo tanto, toda negación de la muerte implica inevitablemente una negación de la vida, con lo cual, pese a sus diferencias, la lógica cultural y la lógica natural se reconcilian en cuanto a su significación.

Por el contrario, el desprecio de los cadáveres y la negación de la muerte auguran una inexorable destrucción. Una sociedad que pasa por alto sus muertos no puede llorarlos, no puede enterrarlos, no puede trazar la frontera que los separe y tampoco puede crear las condiciones para dialogar con ellos. Esa sociedad no solo es presa de la enfermedad ambiental (estética), sino de la descomposición social (ética y política). Se torna incapaz de distinguir el bien del mal, carece de tótem y tabu y por lo mismo no configura estado, no puede ejercer o acatar autoridad, no puede regular las pasiones y deseos del individuo y en consecuencia no crea los espacios de afectividad y sensibilidad para la trascendencia. Tal sociedad no puede llamarse sociedad: es más bien una concurrencia de individuos solitarios, angustiados y miserables que en afán de despojarse unos a otros precipitan su propia destrucción. Llegados a este punto, la semejanza es inevitable. A pesar de nuestros genocidios, no hemos cometido el crimen fundamental no hemos tenido respeto por los cadáveres y tampoco hemos tenido el valor para hablar con los difuntos, que presenta un denominador común: el dialogo con los muertos como condición para madurar en las actitudes ante el poder y ante el placer.

3. Las tragedias inconclusas

3.1. Edipo sin padre

Como bien anota Rafael Gutierrez Girardot, Colombia no tiene una novela de su clase dirigente. Y no es que carezca de vena o talento literario, pues de hecho suele cultivarse en la poesía clásica. Entonces, dicha ausencia significa un desprecio por la novela y, sobre todo, una incapacidad para verse, para narrarse y, lo más grave, para verse, para la autocrítica. Una novela y, sobre todo, una incapacidad para verse, para marrarse y, lo más grave, para la autocrítica. Una novela tal pondría en entredicho y amenazaría muchas posiciones (el poder mismo) en cuanto revelaría la carencia de autoridad que ha dejado al conjunto de la sociedad sin imagen de hegemonía en la aceptación de Gramsci, es decir, hegemonía entendida como autoridad intelectual y moral. Bastenos el cotejo de dos escenas: una feudal y la otra colonial. La primera, en Europa: hay un rey en un castillo, un siervo en el campo y éntrelos dos, un contrato social. El rey ejerce de padre, garantiza autoridad, raigambre, adscripción y cohesión social en torno de unos valores y de un patrimonio telúrico y cultural. A cambio, el siervo va a la guerra cuando se le convoca, tributa para sostener el sistema y guarda

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