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Diario íntimo de María Iribarne

Enviado por   •  26 de Noviembre de 2018  •  1.835 Palabras (8 Páginas)  •  294 Visitas

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Esos encuentros siempre me dejaban una necesidad de volverlo a ver. Pero también la verdad es que él me sacaba toda la energía con sus interrogatorios y suposiciones paranoicas, ¿acaso no confiaba en mi? ¿Por qué no lo hacía? Esas preguntas a mí misma eran cada vez más frecuentes. Resonaban en mi cabeza por horas, quitándome el sueño. Nunca fui capaz de formularle estas preguntas. Yo quería hacerlo pero por alguna razón no lograba que esas palabras salieran de mi boca, simplemente se quedaban vagando en mi mente. Tengo que admitir que me encantaría poder decirle lo que siento y callarlo cuando me trata de mentirosa, pero no puedo. Quizás es el temor de que si hablo pierda los estribos; quizás es la vergüenza, o quizás sencillamente no quiero admitir que en cierta parte Pablo tiene un poco de razón en lo que dice, pero a veces la forma en la que me trata me dan ganas de llorar. No me parece para nada agradable que alguien me llame puta y luego se disculpe o que me sujete tan fuerte de los brazos ¿Cuál es la necesidad? ¿Aparentar dureza? Si él es tan débil en su interior como yo. Por algo nos complementamos. Ambos necesitamos de alguien que nos contenga y estimule el uno al otro, que le de sentido a nuestra existencia. Pero a veces se pasa de la raya y paso a ser solo un objeto para él, sin sentimientos, sin emociones… Pero la culpa es mía por perdonarlo una y otra vez.

Castel y yo comenzamos a tener más y más peleas, siempre igual, me interrogaba, sacaba sus “conclusiones”, me insultaba, me amenazaba y se arrepentía. Vivimos esa secuencia en reiteradas oportunidades, con el mismo final en todas ellas. Debo admitir que en los momentos en que no vivíamos esto éramos muy sumamente felices. Paseábamos de la mano y compartíamos preciosos momentos juntos. Juan Pablo se comportaba como un ser dulce, pacifico, sin malas intenciones, completamente diferente. Con tal de pasar un buen rato dejábamos de lado las críticas al conjunto ciudadano promedio y a su detestable ambiente y nos enfocábamos en brindarnos afecto y cariño mutuamente, como si nada más existiera a nuestro alrededor.

Pero todo colapso una noche cuando se metió no solo conmigo sino con mi marido. En un principio me consulto sobre lo que yo seguía sintiendo o no por marido. Sin ir más lejos acabe reconociendo que, aunque ya no sintiera lo mismo, seguía manteniendo relaciones íntimas con él. En ese instante sentí que me había sacado un peso de encima, aunque la culpa me seguía carcomiendo por dentro. Juan Pablo no tuvo piedad y me destrozo sin ningún tipo de compasión. Su crueldad llego al límite cuando me recordó que yo había estado engañando a nada más y nada menos que un ciego. Que me había aprovechado de su condición para ocultar mi disconformidad con la relación. Y así como lo hice con mi esposo lo podría haber hecho sin ningún problema con él. No pude soportarlo. Huí de la escena y decidí viajar al único lugar que mantendría mi mente alejada de esa cruda frase y esa desafortunada discusión. Si, efectivamente, la estancia.

Allí se encontraban Hunter y Mimí, charlando entre ellos, como toda la vida. Nunca fui muy cercana a Mimí, siempre me pareció una persona burguesa, típica vecina coqueta de Barrio Norte. Hunter era todo un “gentleman”, educado y con clase, mucho más agradable y cordial que ella, aunque me parecía un poco soberbio a la hora de relacionarse con los demás. Amante del arte, después de todo fue él quien me introdujo al fascinante mundo de la pintura y la escultura, y de la naturaleza.

Después de días enteros de relajación y reflexión llegaron las primeras cartas de Juan Pablo. Exagerando, se disculpaba y procuraba que no volvería a manifestarse de esa manera. Típico. Yo no pensaba en responderle, sin embargo al leer sus inquietantes coqueteos con el suicidio no pude resistirme y le envié una invitación a la estancia. Me hallaba dispuesta a perdonarlo, a fin y al cabo, seguía siendo un individuo endeble y vulnerable, igual a mí.

Aguarde su llegada desde mi habitación. Hunter, enterado de la situación, se encargó de recibirlo. Conociendo la forma de ser de Juan Pablo, Hunter no fue mucho de su agrado. Le pedí que me acompañara a recorrer el lugar. No se veía muy convencido. Lo observaba perdido y abstraído. No parecía afectuoso, tampoco paranoico. No era ninguno de los Castel que había conocido hasta el momento.

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