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El fantasma de las navidades residuales. Sobre ‘El guardavías’ de Charles Dickens.

Enviado por   •  28 de Agosto de 2018  •  1.857 Palabras (8 Páginas)  •  439 Visitas

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se tratara. La imagen, aunque objetivamente vacua y pueril, no está exenta de cierta belleza; me inclina por sospechar al mundo como una versión amplificada de La invención de Morel, como un escenario descomunal habitado por hologramas suspendidos en instantes eternizados, violentos y sublimes y trágicos instantes.

Explicado esto bastaría entonces aderezar un poco de mecánica ondulatoria –una que poquísimo tiene que ver con Schrodinger, Bohr, constantes de Planck, qubits, relaciones de incertidumbre y todas esas sistemáticas galimatías sino con una que de la forma más derivativamente pedestre, cognitivamente sesgada y baratamente ciencioficcionera intenta aprovechar las nebulosidades de la teorética oficial–, concretando la premisa residual con las propiedades superlúminicas de los imaginarios taquiones supuestamente capaces de desplazarse en el tiempo; con el entrelazamiento cuántico, la propiedad en la que dos o más partículas en los sistemas microscópicos se bilocan o mantienen estados correlativos a pesar de llegar a separarse espacialmente y también, hipotéticamente, cronológicamente; con la conjetura de cierta información errática transmitida mediante corrientes a nivel subatómico puede amplificarse a través de los microtubulos neuronales, y así tendríamos algunos ingredientes para fermentar una pseudo-explicación para justificar la existencia de condensaciones energéticas rompiendo el continuum lineal, repitiéndose y proyectándose ad absurdum a través de las curvaturas del tiempo.

Alcanzado este punto podemos –ahora sí, finalmente– remitirnos al relato de Dickens. A caballo entre lo macabro, lo supersticioso y lo inquietantemente verosímil, construido bajo una elaborada atmosfera de lobreguez y desolación y caracterizada por esa suspensión argumental entre lo sobrenatural y lo psicológico tan cultivada y perfeccionada por Hoffmann, Gautier o Poe, toma lugar en un sombrío desmonte ferroviario, próximo a la entrada de un túnel de piedra, donde se sitúa una caseta de enclavamiento en la que labora el guardavías, un individuo de comportamiento –cuando menos– receloso y excitable a quien el narrador –un entrometido en busca de usanzas y confesiones, es decir: con espíritu de escritor– se aproxima, consiguiéndole una turbadora aseveración, la de que se encuentra acosado por una visión espectral que funge como heraldo de catástrofes que el personaje se descubre incapaz de evitar. La visión es la de un hombre que desesperadamente señala a las vías con una mano mientras con la otra se cubre el rostro, en un indiscutible gesto de espanto, gritando: “¡Hola, ahí abajo!”, expresión con la que se introduce el narrador inicialmente. Lo más contundente del asunto es que cada aparición –presuntamente tres, repartidas a lo largo de un año aproximadamente– antecede el acaecimiento de fatídicos accidentes ferroviales, el último de los cuales es la muerte del guardavías mismo. El descubrimiento final es el epítome de todos: La postura y las palabras de alarma que el maquinista articula durante el siniestro final consisten en la calca conductualmente exacta del espectro.

El guardavías –o The signalman, título original que me hace especular en una múltiple significación, no solo como “el señalero” sino como, algo más literalmente: el hombre-de-la-señal; conceptuando ‘señal’ como indicación o clave, como el símbolo comunicativo cuyo desciframiento invita a la ejecución o prevención de un acto; y también, quizá, como el vestigio o impresión que queda de un hecho– toca temas como el determinismo o el fatalismo, la inevitabilidad de la tragedia desde una suerte revisionista del mito de Cassandra; así como la eterna batalla entre el escepticismo y la superstición, ante lo cual el cuento se acentúa como uno de las más elegantes piezas narrativas en el ejercicio de la ambigüedad.

Cabe destacar, por otro lado, la relevancia de ciertos hechos histórico-biográficos. En su prefacio a Historia de dos ciudades, Rafael Torres advierte que cada acontecimiento en la vida de Dickens, en su autodidactismo e hipersensibilidad, adquiere una magnitud clave y trascendente en pro de su corpus literario –de este modo personas como su padre, el oficinista John Dickens, se convierte en el Mister Micawber de David Copperfield y María Beadnell, su altanero primer amor, se convierte en la Dora de Copperfield y en la Flora Finching de La pequeña Dorrit, o circunstancias sociales como la explotación durante la Revolución industrial quedan traslucidas en Cuento de navidad o en Tiempos difíciles. Pues bien, es conocido que dos eventos, dos accidentes ferroviarios durante un espacio relativamente corto acaso inspiraron el cuento. El primero, indirecto, tiene que ver con el Dickens book-star y mass idol –se sabe, por ejemplo, que sus giras de lecturas públicas solían causar inusitado furor, llegando a agotar entradas a velocidades pasmosas y provocar especulación de reventas; éxito alcanzado hasta Nueva York, donde, en 1867, cuando iba a realizar una de sus actuaciones en el Steinway Hall, alrededor de cinco mil personas ya se encontraban haciendo cola–, el Dickens que, sobra remachar, consciente de su popularidad, de sus cuantiosos lectores y de las tendencias de estos, tal vez vio en el escandaloso accidente del túnel Clayton, ocurrido a finales de agosto de 1861 y en el cual dos trenes colisionaron dejando un saldo de 23 muertos y 176 heridos, el escenario idóneo y la circunstancia motriz para su historia. El segundo, sobrevenido en primer línea al novelista y por tanto crudamente significativo, fue el choque de Staplehurst, en el cual siete vagones colapsaron de un puente de vigas que estaba siendo renovado, el 9 de junio de 1865 y del que Dickens, quien viajaba supuestamente de incognito en primera clase con su amante, la actriz Ellen Ternan, salió casi ileso; no obstante, los estragos anímicos a causa de la impresión le acompañaron, afectándolo, hasta el día de su repentina muerte en 1870, precisamente en el quinto aniversario del siniestro.

El guardavía fue publicado en 1866 dentro de la colección Mugby Junction, en la edición navideña de la revista All the year

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