El sueño de Mary Shelly
Enviado por Sara • 8 de Junio de 2018 • 5.538 Palabras (23 Páginas) • 428 Visitas
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-Eso sería tremendo, si fuera cierto -dijo Constanza-. Pero el rey Enrique nunca perdería así a su caballero favorito. El trono que le ayudaste a edificar, todavía debes protegerlo de sus enemigos. No, si alguna vez influí en tus pensamientos, no irás a Palestina.
-Una sola palabra tuya, Constanza, podría detenerme… una sonrisa… -Y el joven amante se arrodilló ante ella.
La intención más cruel de la dama fue anulada por la imagen antes tan querida y familiar, ahora tan extraña y prohibida.
-¡No te demores más aquí! -gritó-. Ninguna sonrisa, ninguna palabra mía, serán de nuevo para ti. ¿Por qué estás aquí, donde vagan los espíritus de los muertos reclamando esas sombras como propias? ¡Maldita sea la falsa doncella que permita que el asesino disturbe el sagrado reposo de sus víctimas.
-Cuando nuestro amor era reciente y tú amable -replicó el caballero- me enseñabas a penetrar las intrincaciones de estos bosques, y me dabas la bienvenida a este querido lugar donde una vez te juré que serías mía bajo estos mismos árboles vetustos.
-¡Fue un nefando pecado -dijo Constanza- abrir las puertas de la casa de mi padre al hijo de su enemigo, y abrumador debe ser el castigo!
El joven caballero recuperaba su valor al hablar; todavía no se atrevía a moverse, no fuera que ella, que parecía en todo momento lista para huir, lo sorprendiera pese a su momentánea tranquilidad. Pero le replicó despacio.
-Aquellos fueron días felices, Constanza, llenos de terror y de profunda alegría cuando la tarde me traía a tus pies; y mientras el odio y la venganza se apoderaban de aquel torvo castillo, este frondoso cenador iluminado por las estrellas era el santuario del amor.
-¿Felices? ¡Días miserables! -repitió Constanza-, cuando pienso en el bien que podría reportar que faltara a mi deber, y en que esta desobediencia sería recompensada por Dios. ¡No me hables de amor, Gaspar! ¡Un mar de sangre nos separa para siempre! ¡No te acerques! Los difuntos y los seres queridos permanecen con nosotros incluso ahora: sus pálidas sombras me advierten de mi falta, y me amenazan por escuchar a su asesino.
-¡Yo no soy eso! -exclamó el joven-. Mira, Constanza, cada uno de nosotros somos los últimos de nuestras respectivas estirpes. La muerte nos ha tratado cruelmente y estamos solos. No era así cuando nos amamos por vez primera; cuando mi padre, mis parientes, mi hermano, más aún, mi propia madre, lanzaban maldiciones sobre la casa de Villeneuve, y yo la bendecía a pesar de todo. Te veía, adorable Constanza, y bendecía tu casa. El Dios de paz implantó el amor en nuestros corazones, y durante muchas noches de verano nos estuvimos viendo en secreto y con misterio en los valles bañados por la luz de la luna; y cuando llegaba el amanecer, en este dulce escondrijo eludíamos su escrutinio, y aquí, incluso aquí, donde ahora te suplico de rodillas, nos arrodillábamos juntos y nos hacíamos promesas. ¿Debemos romperlas?
Constanza lloró al recordar su amante las imágenes de horas felices.
-¡Nunca! -exclamó-. ¡Oh, nunca! Ya conoces, o pronto las conocerás, la fe y la resolución de alguien que se atreve a no ser tuya. ¡Lo nuestro era hablar de amor y de felicidad, mientras la guerra, el odio y la sangre hacían furor en torno! Las efímeras flores que nuestras jóvenes manos esparcían eran pisoteadas en los mortíferos encuentros entre enemigos mortales. La mía a manos de tu padre; y poco importa saber si, como juró mi hermano, y tú negaste, tu mano fue o no la que asestó el golpe que lo destruyó. Tú ibas con los que lo mataron. No digas más, no más palabras: escucharte es una impiedad hacia los muertos sin reposo eterno. Vete, Gaspar; olvídame. A las órdenes del caballeresco y valiente Enrique tu carrera puede ser gloriosa; y algunas hermosas doncellas escucharán, como yo hice una vez, tus promesas, y serán felices por ello. ¡Adiós! ¡Que la Virgen te bendiga! En la celda del claustro no olvidaré el mejor precepto cristiano: rezar por nuestros enemigos. ¡Adiós, Gaspar!
Constanza se deslizó con premura del cenador: a paso rápido se abrió camino por el claro del bosque y se dirigió al castillo. Una vez en la soledad de su propio aposento, se entregó al brote de pesar que desgarraba su gentil corazón como si fuera una tempestad; para ella era esta aflicción lo que borraba alegrías pasadas, haciendo que el remordimiento aplazase el recuerdo de la felicidad, y uniendo el amor y la culpa imaginada en una tan terrible asociación, como cuando un tirano encadena un cuerpo vivo a un cadáver. Súbitamente, un pensamiento afloró en su mente. Al principio lo rechazó por pueril y supersticioso; pero no lo ahuyentó. A toda prisa llamó a su doncella.
-Manon -dijo-, ¿has dormido alguna vez en el lecho de santa Catalina?
-¡Que el Cielo no lo permita! -contestó Manon, persignándose-. Nadie lo hizo desde que yo nací, salvo dos personas: una se cayó al Loira y se ahogó; la otra, únicamente contempló la estrecha cama, y volvió a su casa sin decir palabra. Es un lugar atroz; y si el devoto no llevaba una vida piadosa y de provecho, ¡la calamidad acontece cuando su cabeza reposa sobre la sagrada piedra!
Constanza se persignó a su vez, añadiendo:
-En cuanto a nuestras vidas, solamente del Señor y de los benditos santos podremos esperar la virtud. ¡Dormiré en ese lecho mañana por la noche!
-¡Mi querida señora! Y el Rey llega mañana.
-Mayor razón para tomar una resolución. No es posible albergar en el corazón un sufrimiento tan intenso, sin que se encuentren remedios. Esperaba ser la que llevase la paz a nuestras casas; y si la tarea ha de ser para mí una corona de espinas, el Cielo me dirigirá. Mañana por la noche descansaré en el lecho de santa Catalina: y si, como he oído, los santos se dignan dirigir a sus devotos en sueños, ella me guiará; y, creyendo actuar según los dictados del Cielo, me resignaré a lo peor.
El Rey venía de París hacia Nantes, y durmió esa noche en un castillo, distante solamente unas pocas millas, Antes del amanecer, un joven caballero fue introducido en su cámara. Tenía un aspecto serio, o, mejor aún, triste; y aunque era hermoso de facciones y de figura, parecía fatigado y macilento Permaneció silencioso en presencia de Enrique, quien, activo y alegre, volvió sus animados ojos hacia su huésped, diciendo gentilmente:
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