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El ala de la muerte

Enviado por   •  14 de Enero de 2019  •  1.494 Palabras (6 Páginas)  •  348 Visitas

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Caminaba hacía mi izquierda. Pero a mi derecha todavía podía sentir el ala de la muerte, acechándome. Entonces pensé; que por un momento ya no va a dolerme el mar, porque conocí la fuente de mi dolor. De eso que agobia mi corazón y me quita el aliento por las noches. Supe que debía aprovechar este momento. Este precioso y último regalo que la vida que me estaba dando.

Pasé la noche en su casa. La casa de aquel joven de tez blanca y cabello negro. Tan negro como las finas hebras de la noche. No sé si fue amor, o el deseo de cariño y tacto que sentía mi dolido cuerpo. Pero esa noche la pasé junto a él. No había necesitad de decirnos nada. Parecía que lo conocía de vidas pasadas. Podía mirarme reflejada en él y sentir lo que él estaba sintiendo. Era el invierno de mi primavera, lo sentía como a una necesidad. Su caricia era como un orgasmo para mí ser.

No fue la única noche que pasé en su casa. Después comenzó a buscarme a mí. Decía que lo hacía sentir completo. “Gime mi nombre y hazme sentir vivo de nuevo”. Solía decirlo sobre mis labios, cuando estaba dentro de mí, haciendo mi cuerpo estremecerse y llenando mi alma y ser de placer.

Desde que Saúl llegó a vivir conmigo cogíamos como locos. Cogíamos de día. Cogíamos de noche. Cogíamos como desahuciados. Cogíamos como perros en celo. Cogíamos como bestias salvajes. Cogíamos hasta matarnos. Sólo eso podía hacernos sentir vivos. Ese contacto. Ese roce de su piel con la mía. Lo hacíamos todo el día. Y cuando él se iba, mi cuerpo volvía a sentirse incompleto.

Era su pequeña. Me sentía diminuta ante él, ante se fuerza y su inteligencia. Completaba mi debilitad y mi estupidez. Caía rendida a sus pies. Era todo lo que había soñado jamás. Era perfecto. En poco tiempo ya conocía su cuerpo de arriba abajo. Desde las pecas que se posaban en su cara hasta la mancha que había en su espalda baja. Tenía esa sonrisa que me hacía enloquecer, y esa mirada que podía derretirme ante él. Pero no me cansaba de él. No podía. Aunque todas las noches junto a mi cama veía el ala de la muerte sobre mí, esperando a que me parara y me fuera con ella. Y yo lo sabía. Yo sé que el hecho de yo exista prueba que el mundo no tiene sentido. Así que un día en la noche. Mientras Saúl dormía. Mientras admiraba su belleza por última vez. Porque quería que fuera lo último que vieran mis ojos vivos. Su cabello negro como las finas hebras de la noche en que nos conocimos. Sus suaves manos posadas en mi cintura, cómo las ponía cada noche cuando dormía desde que nos conocimos. Su ancho pecho descubierto pegado a mi pequeño cuerpo, protegiéndome de todo lo físico pero no de lo espiritual. Ésta vez no me iba a poder salvar.

Giré mi cabeza y ahí estaba, el ala de la muerte sobre mí. Por fin pude ver su rostro. Sus vacíos ojos. No sentí miedo. Asentí con la cabeza, aceptando que mi vida se había extinguido. Me fui con la muerte como si fuera una vieja amiga, dejando la vida y aceptando la muerte como iguales.

Al despertar me vi en un dilema, sobretodo, al darme cuenta que no estaba muerta. Miré a mi lado y estaba ahí. Con sus ojos vacíos sonriéndome. Él era la muerte. No me estaba acechando. Me estaba acortejando. Su piel se veía translucida con la luz del día. Sonrió como solía hacerlo cada mañana. Pasó su brazo por encima de mi cuerpo acercándome al suyo. La muerte pasó sus alas sobre mí, acercándome a ella. Aunque no era precisamente “ella”. Sino un “él”.

Me había enamorado de la muerte y de todas sus calamidades. Me había enamorado de la muerte que me había torturado año tras año. Ahora dormía a su lado. Ahora iba agarrada de su brazo. Ahora hacía la que la muerte riera de la vida. La muerte se enamoró de la vida.

Él era invierno y yo era primavera. Era la nieve que cae sobre una flor. Él era la muerte, y yo lo único que lo hacía sentir vivo.

Fin.

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