QUE ES LA AUTORIDAD DE UN REY DISTANTE
Enviado por Ledesma • 7 de Noviembre de 2018 • 5.258 Palabras (22 Páginas) • 270 Visitas
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Sobre la base de estas consideraciones, puede decirse que también hubo un Antiguo Régimen peruano, si se piensa que a partir del siglo XVI la monarquía española intentó afianzar su autoridad en dicho territorio, lo que a la larga significó la extrapolación de la cultura política de la modernidad europea a esta parte del mundo. De tal manera, el periodo virreinal de nuestro país bien puede ser considerado como el Antiguo Régimen peruano. […][2]
La cultura política del Estado moderno
[…] ¿Qué implica decir que hay un Estado moderno? En este punto, es necesario adentrarse en el análisis de la cultura política de aquel entonces, lo que acarrea varias interrogantes importantes: ¿cómo veía el común de las personas a su monarca?, ¿quién era el monarca?, ¿de qué forma se entendía el ejercicio del poder?, ¿quiénes mandaban y quiénes obedecían? Todas estas preguntas llevan a temas clave sin los cuales no puede entenderse la naturaleza del poder durante aquellos años.
En el siglo XVI ocurre un fenómeno interesante en Europa, puesto que ya puede decirse que los últimos rezagos de la feudalidad agonizaban. Los reyes dejan de ser «los primeros entre señores iguales» para transformarse en gobernantes supremos de grandes entidades que aglutinan a varios señoríos y pueblos y que, aunque no pueden ser vistos como Estados nacionales en el sentido que se les da hoy en día, sí tienen cierta unidad en cuanto a lengua, territorio y religión. De la misma manera, son Estados más o menos centralizados, pues tienen capitales, ciudades donde estaban asentadas las cortes reales y, por lo tanto, la soberanía del monarca. Al ser Estados grandes por su extensión territorial —imagínese no más el caso de la España de aquella época, que se hizo de casi la totalidad del mundo conocido hasta entonces—, los gobernantes necesitaron de gente que supiera administrar tan dilatados dominios. De esta forma surgió la figura del administrador —por no llamarlo burócrata, término muy moderno—, una persona formada en la universidad, letrada, que sabía de jurisprudencia y teología y, por lo tanto, de las funciones que demandaban el auxilio al soberano en la altísima dirección de todo un país. Por ello, no es exagerado decir que un ejército de administradores reemplazó a la antigua nobleza feudal, cuyo prestigio reposaba en la guerra. Ahora, el prestigio, más que en el uso de una espada, radicaba en ser un eficiente servidor del monarca.
Si hay un perfil de lo moderno en aquellos siglos, este está delineado por las características antes enunciadas. Pero la complejidad de aquel mundo no quedaba ahí, sino que iba más allá, rozando el plano de lo eterno, de la religión. Casi siempre se olvida este aspecto capital, que política y religión son anverso y reverso de una misma moneda. Claro, esto hoy en día es impensable, a excepción de los Estados teocráticos islámicos, pero en aquellos tiempos los dos campos eran inseparables. Y debían serlo, puesto que en la creencia en Dios residía la legitimidad de los gobernantes terrenos: Dios había designado a los reyes para gobernar a los pueblos en su nombre. En cierta forma, el monarca era también una especie de pontífice, como lo era el Papa.
Ya desde el Medioevo se creía que el ejercicio de la autoridad neutralizaba o reducía lo que era diferente. Por lo tanto —se entendía— debía existir un príncipe supremo en el que la autoridad universal residiera. Ese príncipe no era otro que el monarca. Por toda Europa, esta imagen creada por los letrados se extendió en forma más o menos homogénea. Así quedó claro que el rey era el delegado de Dios en la tierra, padre de la patria —de ahí que su poder fuera, precisamente, patrimonial—y garante de la justicia; debía, pues, llevar a cabo el buen gobierno en aras de la felicidad de los súbditos. No es que la modernidad surgiera de la nada o de un día para otro. Como todo proceso histórico, dicha modernidad recogió muchos postulados del Medioevo y los supo combinar muy bien con las nuevas ideas político-teológicas que se estaban afianzando. De tal manera, el soberano quedó en la cúspide del cuerpo social como una entidad a la que todos debían lealtad siempre y cuando gobernara con justicia (Torres 2006b).
Como se puede apreciar, la esencia de esa filosofía era hasta sencilla. En última instancia, se trataba tan solo de alcanzar la justicia, entendida como dar a cada quien lo que merece, ya que solo así se traería la felicidad de los gobernados y con ella el bien común de la república —en la época, la palabra hacía referencia a la res pública, es decir, la “cosa pública”—. Para el caso de la península Ibérica [lo que ahora es España], se puede agregar el ingrediente del catolicismo. Téngase en cuenta que para aquel momento España era la única monarquía católica, por lo cual la misión de los reyes se hacía más excelsa, ellos tenía el importantísimo y santo deber de expandir por todos los confines del orbe la palabra de Jesucristo y de convertir a todos aquellos que todavía no estuvieran dentro de la fe de Roma. El descubrimiento —o, si se quiere, el encuentro con el llamado Nuevo Mundo— fue la oportunidad perfecta para llevar a cabo tal misión.
Otra noción importante que debe tenerse en cuenta en el análisis de la Modernidad de los siglos XVI y XVII es la de Estado patrimonial. Como se mencionó, el rey tenía un poder patrimonial, y eso significaba que el reino le pertenecía, que era su patrimonio. Dios se lo había encargado a su familia desde tiempos inmemoriales y él lo recibía como herencia, por lo que se entiende que también podía repartirlo a su antojo entre sus súbditos. No había restricción —salvo la moral— en estos casos. De tal modo, el monarca se convirtió en el dueño de los oficios del reino con la responsabilidad de otorgarlos en merced a los vasallos.
Comprender la esencia del Estado patrimonial es entender la lógica de los Estados que florecieron en la Europa de aquel entonces. Piénsese por un instante en la gran cantidad de funcionarios y administradores que necesitaba un imperio como el hispano de aquel entonces, y piénsese, a su vez, que el monarca español era el dueño de todos aquellos cargos y que los podría otorgar a quien él considerara merecedor. Por otro lado, imagínese cómo se sentía el individuo que, tal vez, sin ser descendiente de antiguos caballeros medievales, se veía elevado de estatus por recibir como merced un puesto de la administración rubricado por la mismísima persona real. Evidentemente, se sentiría enaltecido, honrado por ser invitado por el rey a cogobernar en aras de alcanzar el bien común y agradar a la obra de Dios en la tierra. Pues bien,
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