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Andrés Avelino Cáceres, héroe indiscutible y vencedor en Tarapacá dijo en su última entrevista en 1921 que el Perú pudo haber ganado la Guerra con Chile.

Enviado por   •  3 de Diciembre de 2018  •  2.839 Palabras (12 Páginas)  •  426 Visitas

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Eran las cinco de la tarde. La batalla había terminado después de nueve horas de reñida lucha. Sobre el campo quedaron muchísimos de mis bravos soldados junto con centenares de enemigos

Pero, le he relatado solamente la parte que me tocó desempeñar a mí, en la altura. Sin embargo Uds. deben saber que en la quebrada, Bolognesi, Castañón, Dávila y Herrera se batieron con ardor.

Fue un soldado de Bolognesi, Mariano de los Santos, quien se apoderó de un estandarte chileno. El enemigo es arrojado por esa parte hasta Huarasiña, después de vigorosos encuentros y ahí se reúne con los restos de la división Arteaga, que nosotros habíamos arrollado.

Al mismo tiempo, todo nuestro ejército se concentra, y reunidas todas las fuerzas perseguimos a los chilenos hasta más allá del cerro de Minta. Ya les he dicho que fue imposible barrerlos, como hubiéramos querido, porque la fatalidad que siempre nos acompañó en la guerra, quiso que no tuviéramos caballería. Y así, la victoria fue infructuosa, pues después de ella faltos de víveres y de refuerzos, hubimos de continuar nuestra retirada a Arica.

¿Cómo fue la batalla de San Francisco?

Doloroso es el recuerdo: la falta de previsión, el espionaje chileno, la defección de Daza y su famoso cable: “Desierto abruma, ejército niégase seguir adelante”, el asalto frustrado, la muerte del Comandante Espinar al pie de los cañones chilenos, la catastrófica retirada nocturna…

¿Cuál fue la causa decisiva de la perdida de la guerra?

La falta de organización militar y autonomía bélica, particularmente en municiones. Eso en cuanto al aspecto técnico, pero más allá, la discriminación racial fue determinante. No hubo armonía cultural ni política. La falta de organización militar, de cohesión, de armonía política.

Había patriotismo, había entusiasmo generoso, había valor y virtudes militares en nuestros soldados y en nuestros oficiales, pero también hubo mucha traición en los sectores pudientes.

¿Y en nuestros generales?

También. Hubo demasiados generales, cuyos conocimientos y aptitudes no pudieron destacarse en la contienda, por falta de disposición de un comando totalmente politizado.

¿Pero, usted cree, que, sin esos defectos y deficiencias, hubiésemos podido ganar la guerra?

Con toda la superioridad numérica y armamentística del ejército chileno, creo, firmemente que sí. La desunión, el desatino, la ambición política y la carencia de identidad en los sectores acomodados nos perdieron.

¿Cuándo comenzó su carrera?

En 1854, acababa de estallar la revolución contra Echenique, provocada por los escándalos de la corrupción del guano. De todos los rincones del país, se sumaban las adhesiones. En Ayacucho, mi tierra natal, don Ángel Cavero, uno de los vecinos del lugar, encabezó el movimiento rodeado de simpatía popular. Muchos jóvenes nos presentamos voluntarios a filas. Yo contaba 19 años, estudiaba en la universidad de Huamanga y era de los más entusiastas. Nos apoderamos de la gendarmería. Luego llegó el ejército rebelde, en donde terminé de enrolarme. Entonces el general Castilla, a quien sin duda caí en gracia, me llamó a su despacho y me dijo: “¿Quiéres seguir la carrera?”, “Sí, señor, es mi mayor deseo”, le contesté con aplomo. Entonces, me respondió, palmeándome la espalda, “serás un buen guerrero”.

¿Y el mariscal Castilla, cómo le trató a Ud.?

Castilla, que me conoció desde la batalla de La Palma, me dispensó simpatía y apoyo. Tanto, que varias veces soportó mis engreimientos. Y eso que una vez me le sublevé.

¿Le hizo la “revolución”?

He querido decir que tuve un rapto de altivez. Fue cuando el Mariscal quiso formar el batallón “Marina”. Llamó a palacio a los oficiales escogidos de los distintos regimientos. Yo fui destacado del Ayacucho. Ya me había conocido en La Palma y después en la campaña de Arequipa contra Vivanco. Pues bien, Castilla revistó uno a uno a todos los oficiales congregados y al llegar a mí, se detuvo observándome y me dijo: “¿Cómo se Ilama Ud. capitán?”. Me impresionó desfavorablemente el olvido que el mariscal había hecho de mi nombre y le contesté: “Soy, excelentísimo señor, el hijo de don Domingo Cáceres, cuya hacienda fue destruida por el general Vivanco, por haber sido leal a Ud. Estuve en la batalla de Arequipa, donde fui herido casi perdiendo un ojo; me llamo Andrés Avelino Cáceres”. “Hola, hola”, replicó el mariscal: “Con que Ud. es el capitán Cáceres, hijo de mi amigo don Domingo. Bueno, bueno, Ud. se quedará en su cuerpo”. Y me quedé en mi batallón Ayacucho, en el cual me había iniciado y en el cual continué hasta que fui a Francia, como agregado militar.

Su cicatriz en la cara, Mariscal…

Esta “condecoración” la recibí en la torna de Arequipa, en 1856. El Mariscal Castilla que había acampado en las afueras, llevó a cabo, por varias noches, simulacros de ataque, que tenían al enemigo en sobresalto. La noche que decidió darlo por cierto, me ordenó que avanzara con mi compañía y me apoderara de la 1ra. trinchera enemiga. Sin vacilar, ejecuté esa orden y sorprendiendo a los ocupantes, logré capturar la trinchera, regresando a dar parte al mariscal de mi cometido.

Entonces, Castilla me mandó: “siga Ud. avanzando sobre la ciudad, tomando las alturas hasta los conventos de San Pedro y Santa Rosa”.

Y, aunque pensaba que era una crueldad enviarme así al sacrificio, no dudé, y deslizándome por los techos fui avanzando hasta el primero de los conventos. No sé cómo logré saltar los innumerables obstáculos hasta de repente hallarme dentro de la bóveda, próxima a la torre. Por el camino había perdido a muchos soldados, muertos por descargas vivanquistas. Desde la torre de Santa Rosa, el fuego que se hacía sobre nosotros era incesante.

Pero, los 2 cuerpos que formaban la 1ra. división del Mariscal Castilla habían desembocado por calles paralelas al convento y así cayeron sobre el atrio y el interior, obligando a los enemigos a abandonarla. Entretanto yo subía, con los míos, hasta la torre y ahí tuve que soportar el fuego desde la torre fronteriza de Santa Marta. Mientras, Castilla había penetrado al convento por otro lado. El coronel Beingolea, subió a la torre, creyéndola vacía y se dio de

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