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EL LIBRO DEL DESTINO

Enviado por   •  7 de Junio de 2018  •  9.619 Palabras (39 Páginas)  •  223 Visitas

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Tampoco recordaba el día en que ella me contó esa historia.

- Miss atomic bomb

En la Noche buena del año 2003, mientras Claudia empacaba los regalos y los ponía debajo del árbol de Navidad, don Fernando, mi suegro, me contó la siguiente historia: tuvo lugar en la Guerra de Corea. Fernando Martínez Martínez, tío de mi suegro, que como ya dije, también se llamaba Fernando, fue uno de los cuatro mil hombres que envío Colombia a la guerra de Corea. La guerra, liderada por Estados Unidos, tenía por objetivo luchar por la libertad, contra la ocupación del enemigo comunista, el tío Fernando fue hasta Corea, a pelear aquella guerra sangrienta. Durante lo que serían los últimos meses de la guerra, un día, sus camaradas y él, once en total, amanecieron rodeados por las tropas enemigas. Aquellos hombres terribles, sangrientos y con ojos de sospecha, estaban listos para matarlos. Se habían refugiado en una pequeña granja, en un lugar perdido del campo cercado por la maleza y un pantano: no tenían escapatoria. Entre los árboles se alistaba el enemigo para arrancarles a plomo la vida de los cuerpos. No sabiendo qué hacer, decidieron echarlo a suertes: su plan era salir de la granja uno a uno, corriendo a través de la maleza y el pantano para intentar salvarse. De acuerdo con los resultados del sorteo, el tío Fernando debía salir en último lugar. Vio por la ventana cómo el primer soldado corría por la maleza. Pero desde detrás de los árboles dispararon una ráfaga de ametralladora mortal. El hombre cayó. Un instante después, el segundo hombre salió y le ocurrió lo mismo. Las ametralladoras disparaban a discreción: y el tercero también cayó muerto en el pantano. La sangre salía a ráfagas de sus cuerpos como les entraban los disparos. Y así con los diez soldados compañeros de tropa del tío Fernando, todos habían muerto, pero faltaba un soldado: el tío Fernando.

No sé si vacilaría en la puerta. No sé si lloraría al saberse próximo a morir, no sé qué clase pensamientos lo asaltarían en aquel momento. Tal vez se detuvo un momento para orar. La única cosa que me contó mi suegro, es que echó a correr, abriéndose paso a través de la maleza y los cuerpos sin vida de sus compañeros con todas sus fuerzas. Parecía que la carrera no tenía fin. Entonces, sintió de repente dolor en una pierna. Tropezó. Un segundo después un calor insoportable se extendió por su cuerpo, y otro segundo después había perdido el conocimiento.

Cuando se despertó, se encontró tendido boca arriba en la carreta de un campesino coreano. No tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido, no tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. Simplemente había abierto los ojos: y allí estaba, tumbado en aquella carreta que el propio campesino arrastraba por un caminito rural. Supo que estaba con vida pero que ahora se había convertido en un rehén de guerra, y enseguida intuyó que no estaba solo: su cuerpo yacía sobre la sangre y los cuerpos sin vida de sus compañeros, el enemigo era perverso: sus compañeros irían a una fosa, y él al calabozo. Un rehén de guerra. Se imaginó a sí mismo sometido a las peores torturas. Observó la nuca del campesino, convertido en su verdugo por los azares de la guerra. Siguió mirando aquella nuca durante algunos segundos, y entonces, procedentes del bosque, se sucedieron violentas explosiones. Demasiado débil para moverse y resignado a padecer los peores sufrimientos físicos y espirituales, continuó mirando la nuca a pesar del estruendo de las explosiones, y de repente la nuca desapareció. La cabeza voló, separándose del resto del cuerpo del campesino, litros de sangre salían a borbollones de aquél cuerpo sin cabeza, la carreta se había detenido y, donde un momento antes había habido un hombre completo, ahora había el cuerpo de un hombre sin cabeza que se desplomaba. La carreta detuvo su marcha y el peso de los cuerpos jalo hacia atrás aquél rudimentario coche de madera.

Más ruido, más confusión. La carreta se detuvo al morir el campesino que la arrastraba. Pocos minutos o pocos segundos después, un gran contingente de tropas norteamericanas bajaba disparando por la carretera. Jeeps, tanques y una multitud de soldados tomaron el mando de aquél paraje con el ruido ensordecedor de la guerra. El tío Fernando había sido rescatado por las tropas del Tío Sam. Uno de los soldados corría orgulloso ondeando la bandera roja y azul con estrellas y barras de los Estados Unidos de Norteamérica. Cuando el oficial al mando se acercó hasta la carreta donde se hallaba el tío Fernando, y vio la pierna agujereada por los disparos, ordenó que rápidamente lo llevaran al hospital de campaña que habían montado en los alrededores.

El Hospital sólo era una choza tambaleante de madera: un gallinero, un cobertizo bajo una granja. Allí el médico del ejército dictaminó que era imposible salvar la pierna. Estaba destrozada, dijo, y había que amputarla. Un soldado puertorriqueño le dio la noticia en español, el tío Fernando empezó a llorar, de repente recordó de una plegaria que su madre le enseño cuando era niño, empezó a rezar mientras gruesas lágrimas le bañaban el rostro, los médicos se disponían a operar. Los enfermeros lo sujetaron con correas a la mesa de operaciones, y el médico empuñó la sierra. Ya rasgaba la sierra la piel cuando se produjo otra explosión. El hospital fue sitiado y estaba siendo atacado. El enemigo coreano contraatacaba con todos los fierros. El techo del hospital se hundió, las bombas hicieron estallar el hospital en un caos terrible, las paredes se derrumbaron, el local entero saltó hecho pedazos. Y una vez más, el tío Fernando perdió el conocimiento.

Cuando despertó, esta vez, estaba acostado en una cama, solo en una habitación blanca. Las sábanas eran limpias y suaves, el olor de la habitación era agradable, y aún tenía la pierna unida al cuerpo. Un momento después, miraba la cara de una joven rubia preciosa como jamás en su vida había visto a una mujer , la rubia sonreía y le hablaba en una lengua extraña que él no entendía, era una enfermera norteamericana que le hablaba en inglés. En ese momento el tío Fernando hubiera sido capaz de regalar las dos piernas, si hacía falta, para entenderse en ese idioma extraño con aquel ser maravilloso, ella era, de lejos, la mujer más hermosa que había visto nunca. Cuando volvió en sí, durante algunos minutos, el tío Fernando le pareció que a lo mejor había despertado en el paraíso. Se quedó en aquél hospital, al cual fue remitido cuando el contraataque terminó y él se encontraba inconsciente. Mientras se recuperaba se enamoró de aquella rubia impresionante. Con el correr de los días intentó

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