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El libro de Isabela

Enviado por   •  19 de Febrero de 2018  •  22.971 Palabras (92 Páginas)  •  304 Visitas

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Un día de tantos, el vientre de Amada empezó a hincharse, y ya no nos visitaba tanto, y comenzó a cambiar, y todo fue cambiando con los años. Pasaron años y cosas con el tiempo. Dejó de visitarnos. Casi sin darme cuenta me hice hombre, me casé, tuve cuatro hijos, pero nunca nos cambiamos de casa, siempre estuve muy cerca de Amada, porque durante todos esos años, a ratos me paraba en el corredor y volvía a suspirar por las tardes antañonas, y Amada que para todos menos para mí, ya tenía el pelo gris y las arrugas habían comenzado a surcar en su bello rostro.

Cuántas veces, sentado solo, en un sillón de casa, ha vuelto aquella tarde y he vuelto a ver las mariposas ir hacia el pelo de Amada. Y las flores siguen teniendo aroma y el jardín sigue lleno de tinajones, flores y enredaderas, y hay mariposas.

Para poder observarla bien, sin que me vea, me levanto del sillón y temblando, me escondo detrás de los árboles. Pero me ve. Sus ojos, los ojos de Amada, mirándome desde entre las hojas. Con el sol por único testigo, su mirada clavada en la mía y la tierra que se me fuga debajo de los pies y es como si de nuevo flotara. Los ojos de Amada brillan desde entre las hojas de tal modo que me estremezco: han pasado trece años o más?…, el fuego subiéndome a la cara…, aquella tarde. Aturdido, confuso, voy a entrar a la casa, cuando ella, Amada, envolviéndome en una mirada tímida y burlona, aparece detrás de los arbustos de azaleas y el aire le alborota el pelo. Y, acercándose a esa orilla del cerco donde se asoman ellas, me llama sonriendo. Ellas están ahí, mirando, asomadas al borde de la cerca. Amada, Amanda, mirándome con una sola cara, sin edad, sin tiempo.

CARMELA Y LA MUERTE

__Buenos días__ dijo la muerte y ninguno de los de la casa la pudo reconocer. ¡Claro! Venía la que cortaba el hilo de la vida humana, con sus largas trenzas retorcidas bajo el sombrero de petate de ala ancha y sus manos huesudas y amarillas entre el bolsillo de su faldón, alta, delgada y de mirada profunda.

__Si no molesto __dijo__, quisiera saber dónde vive la señorita Carmela.

__Pues mire __le respondieron al unísono, y asomándose a la puerta, señaló un hombre con su dedo rudo de campesino: __Allá por las milpas, que mueve el aire, ¿mira? Hay un camino que sube el cerro colorado. Arriba hallará su rancho.

“Estoy hecha”, pensó la muerte y dando las gracias, echó a caminar aquella mañana en la que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.

Andando pues, miró la muerte el reloj y vio que eran las siete de la mañana. Para las doce y cuarto, pasado el meridiano estaba en su lista cumplida ya la señorita Carmela.

Menos mal, poco trabajo; un solo caso, se dijo satisfecha de no fatigarse y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino angosto.

Efectivamente, era el mes de mayo y con los primeros aguaceros caídos no hubo semilla ni brote que se quedara bajo tierra sin salir a buscar al sol. Los retoños de las hierbas eran transparentes. El tronco del cafeto soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver la madera. Los cafetales no tenían una sola hoja amarilla. Verde era todo, desde el suelo al aire y un olor a vida silvestre, subiendo de las flores.

Natural que la muerte se tapara la nariz. Lógico también, que ni siquiera mirara tanta rama llena de nidos, ni tanta abeja con su flor. Pero, ¿qué hacer?, estaba la muerte de paso por aquí, sin ser su tierra.

Así pues, echó y echó la muerte por los caminos hasta llegar a casa de Carmela: __Por favor, con Carmela __dijo adulona la muerte.

__Mi tía salió temprano __contestó uno de los sobrinos, un poco temeroso, aunque la muerte seguía con sus trenzas largas bajo el sombrero y las manos en el faldón de pura manta.

__ ¿Y a qué hora regresa? __preguntó.

__! Quién lo sabe! __dijo la madre del patojo__ Depende de los trabajos. Por el campo anda haciendo sus quehaceres. Y la muerte se mordió el labio inferior. No era para menos seguir volando caite por tanto mundo bonito y ajeno.

__Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?

__Aquí quien viene en paz de Dios, tiene casa. Pero puede que ella no regrese hasta entrada la noche.

Se me irá la camioneta de las seis __pensó la muerte__. No, mejor voy a buscarla. Y subiendo el tono de su voz, dijo:

__ ¿Dónde, al seguro, pudiera encontrarla ahora?

__ De madrugada salió a revisar las siembras. Seguramente estará en el tomatal, resembrando.

__ ¿Y dónde está el tomatal?__preguntó la muerte.

__ Siga el camino junto a la cerca y verá el terreno preparado.

__ Gracias __dijo en tono seco la muerte y echó a caminar de nuevo.

Pero miró todos los camellones del extenso cultivo y no había una sola alma. Solo zanates. Se soltó las trenzas y con cólera dijo:

“Vieja andariega, dónde te habrás escondido” exclamó y continuó su camino sin rumbo. Estaba muy confundida y además molesta consigo misma.

Aproximadamente dos horas después de tener las trenzas sueltas aplastadas bajo el sombrero de ala ancha, la nariz aguileña absorbía con cierta repugnancia el fuerte olor a ciertos agroquímicos, entonces, la muerte se encontró con un campesino.

__ Señor, ¿pudiera usted decirme dónde encontrar a la señorita Carmela?

__ Tiene suerte—dijo el señor---, lleva media hora en casa de los Orellana. Está su ahijado enfermo y ella fue a sobarle el vientre.

__ Gracias __dijo la muerte y apresuró el paso.

Angosto, pedregoso y largo era el camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno y ya se sabe cómo es de incomodo poner el pie sobre el suelo irregular y tan resbaloso, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así por tanto, llegó la muerte agotada y malhumorada a casa de los Orellana.

__ Con Carmela, por favor.

__ Ya se fue.

__ ¡Pero cómo! ¿Así tan pronto?

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