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Filosofía Política Poder, legitimidad y violencia.

Enviado por   •  25 de Abril de 2018  •  2.701 Palabras (11 Páginas)  •  325 Visitas

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¿Quién ha de ser el administrador/controlador de dicha estrategia y poder? Hobbes responde que El Estado. “…mientras los hombres viven sin ser controlados por un poder común que los mantenga atemorizados a todos, están en esa condición de guerra, guerra de cada hombre contra cada hombre” (Leviatán, 13). La cita es clara, mas, vayamos un poco más a fondo en el pensamiento del filósofo inglés. La tesis de Hobbes tiene claramente una visión antropológica enraizada en la naturaleza conflictiva del hombre:

“En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro que él se encuentra”

“De la igualdad procede la desconfianza. De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme otra cosa que el poder singular de otro hombre; si alguien planta, siembra, construye o posee un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan otros, con sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de su libertad. Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto a otros”.

“Por consiguiente siendo necesario, para la conservación de un hombre aumentar su dominio sobre los semejantes, se le debe permitir también”.[3]

Es así como el inglés justifica que el poder político colectivo atemorice a los hombres pues gracias a ese “temor reverencial”, gracias al miedo, se constituye un cuerpo político capaz de frenar, mediante dominio y violencia, la guerra y la anarquía continuas.

Continuando con el peligro de convertir el poder en estrategias, nuestro autor trae a colación el pensamiento y postura de Max Weber, según el cual en la estrategia es el autor quien define el fin que quiere alcanzar y para ello combina los medios necesarios para su consecución. De otra parte, para que el poder de la obediencia se obtenga sin recurso a la fuerza es preciso que el mandato haga referencia a algún valor o creencia comúnmente aceptado y que forma parte del consenso del grupo. De esta manera, la obediencia se convierte en autoridad. La autoridad sería el ejercicio institucionalizado del poder y conduciría a una diferenciación más o menos estable entre gobernante y gobernado. Contrario a esto, o más bien, con interrogantes al respecto, y alejándome de las tesis fatalistas de Hobbes respecto al hombre, me parece oportuno decir que no vivimos en un mundo rosa, donde los hombres son buenos siempre, en todo y con todos, ni buscan o viven siempre en la verdad. Esto hay que aceptarlo. ¿Por qué digo esto? Porque creo que pueden existir varias ocasiones en las que el pueblo legitima valores, ideas, modos de proceder, contrarios a la verdad y a la dignidad humana. Entonces, ¿qué hacemos ahí? Ya se ha mencionado el caso de Hitler, pero actualmente abundan los ejemplos[4]. Es suficiente con ver la aprobación que tiene y los miles de jóvenes que se suman a las filas de ISIS o Boko Haram para apoyar la causa terrorista y extrema en pro de una “verdad religiosa”, además de la gran cantidad de dinero con que varios países aportan a dicha causa. Entonces, ¿Es válido todo aquello que se obtiene con el consenso? ¿No será necesario un ente, organismo, estructura que tome la última palabra, incluso en ocasiones en las que la mayoría vaya en otra dirección? Puede que mis interrogantes tengan olor a mandato dictatorial (y creo que la brecha es muy fina y corta), sin embargo, creo que es importante abrir los ojos a una realidad muy actual: los hombres, en ocasiones, nos ponemos de acuerdo para aprobar o querer cosas que atentan directamente o indirectamente contra nosotros mismos.

Para intentar responder estas interrogantes, en sintonía con Del Águila, mencionaré tres intentos que, más allá de los intereses particulares, tratar de orientar la acción del hombre y la legitimidad dada por el consenso.

El primero es el naturalismo y “elitismo” de J.J. Rousseau. Este filósofo francés menciona que “no es necesario hacer del hombre un filósofo antes de hacer de él un hombre. Los deberes de éste hacia sus semejantes no le son dictados únicamente por las tardías lecciones de la sabiduría, y mientras no resista a los íntimos impulsos de la conmiseración, nunca hará mal alguno a otro hombre, ni aun a cualquier ser sensible, salvo el legítimo caso en que, hallándose comprometida su propia conservación, se vea forzado a darse a sí mismo la preferencia”[5]. Es decir, el hombre guardará y protegerá a sus semejantes siempre y cuando sus intereses e integridad no peligren. Por otra parte, considera también la unanimidad como la base de la verdadera legitimidad en cualquier asociación política. Pero dicha unanimidad debe ser interpretada y orientada por una élite que descubre lo que de todos modos siempre ha estado ahí. En otras palabras, la deliberación y la discusión de opiniones concretas (vox populi) debe dejar paso al descubrimiento de la verdad por parte de un grupo selecto: “el partido vanguardia debe interpretar las leyes de la historia que conducen inexorablemente a la emancipación humana y desechar lo que no se adapte a su lógica” (Marx, Lenin).

El segundo es el Liberalismo. Al intentar frenar los posibles excesos que pueden surgir de la postura elitista del filósofo francés antes mencionado, esta corriente de pensamiento propone la elaboración de leyes que restrinjan, limiten y controlen el poder de los demás. Sin embargo, esta postura es igual de susceptible que la anterior al surgimiento de cualquier tiranía, pues, a fin de cuentas ¿quién establece la élite?, ¿quién fija las leyes? ¿Es acaso el consenso del pueblo, que dijimos ya que en ocasiones está como obnubilado o corto de vista? O ¿son acaso los peritos, los más preparados, los más expertos quienes lo hacen? Inmanuel Kant, con matices de Richard Dworkin cree que hay que gobernar mediante la razón y la moral; y entonces ya no importa que se haga con la participación de todos o por un gobierno de “sabios” o por bondadosos jueces que interpretan y aplican la ley. Está claro que es utópico pretender una sociedad y un gobierno perfectos y, bajo ese mismo principio, todo tipo de gobierno es vulnerable de fragilidades, excesos, tiranías y descontrol. Mas, ¿cuál es la mejor forma de gobierno que permita garantizar la libertad,

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