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El matadero: Análisis.

Enviado por   •  24 de Enero de 2018  •  2.408 Palabras (10 Páginas)  •  926 Visitas

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Obispo hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces, conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina»(p. 150). Todo este aparato suplicante se declara absurdo e inútil, pues«la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni de plegarias». Por otra parte, se insiste en la identificación del Restaurador y de su familia con las jerarquías de la santidad y de la divinidad: «no había fiesta sin su Restaurador, como no hay sermón sin San Agustín». (p. 154) La fe política y la fe religiosa se amalgaman en los letreros que ornan la casilla del Juez. Uno de los homenajeados en ellos es la«heroína doña Encarnación Ezcurra»,«patrona muy querida de los carniceros quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce»(p. 157). Ya bien entrado el relato y comenzada la acción de la matanza se abandona la ironía para reemplazarla por una seriedad hiperbólica pero condenatoria. «Infierno» e «infernal» describen reiteradamente el granespectáculo(volveré luego sobre la importancia de este término) del Matadero. Lo demoníaco alcanza incluso al gringo que cae en el pantano, arrastrado por los carniceros que van en persecución del toro:«Salió el gringo, como pudo, después, a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que de un hombre blanco pelirrubio»(p. 165). Aquí, todavía, la calificación es jocosa, pero, hacia la culminación del relato, el joven unitario que va a ser sacrificado se convierte -y ello sin burla alguna- en figura de Cristo, cuyos tormentos son paralelos al suyo:«Y, atándole codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento, como los sayones al Cristo»(p. 171). La palabra «sayones» sigue ciertamente en boca del narrador:«los sayones federales»(p. 171),«un sayón»(p. 176), y también del unitario mismo, quien, con culto y grandilocuente léxico, se dirige a sus captores:«¡Infames sayones! ¿Qué intentan hacer de mí?»(p. 173). El texto evangélico está presente, como fondo, aun en ciertas inversiones de contenido. Por ejemplo, si a Cristo le niegan el agua, y le dan hiel y vinagre, al joven le dan un vaso de agua que éste rechaza, contestando al juez, no muy cristianamente«-uno de hiel te haría yo beber, infame»(p. 174). Los paralelismos prosiguen, antes y después de la muerte: «Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo». (p. 176) «En aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillos. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la Cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón». (p. 178) 3. El registro político El registro político se entremezcla con la parodia religiosa casi coincidiendo con ella, pues se refiere a un mundo donde la suprema autoridad, legal y espiritual, temporal y eterna, se ha corporizado en la figura de Don Juan Manuel de Rosas. Por eso se ha dicho que las inscripciones dibujadas en la casilla del Juez son«símbolo de la fe política y religiosa de la gente del Matadero»(p. 157). Con todo, hay referencias al plano político como diseño deforme y monstruoso de una República que, sumida en un molde autocrático y teocrático más propio del Oriente que de Occidente, no puede acercarse al paradigma de la libertad y la civilización, propuesto por Francia, al que adhiere Echeverría. El modelo bárbaro de la República cuyo ejemplo o símbolo es el Matadero supone una autoridad y una ley cuya sede es, no la casa de gobierno, sino la casilla: «En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el Juez del Matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros, y que ejerce la suma del poder en aquella pequeña república, por delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo». (p. 157) Resalta la desproporción entre la insignificancia y la ruindad material de la casilla del Juez y el formidable, taxativo carácter del poder que allí se ejerce, ambas cosas, signos de barbarie: «La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca cintura los siguientes letreros rojos: "Viva la federación", "Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra", "Mueran los salvajes unitarios"». (p. 157) El Juez tiene su trono: el sillón de brazos donde se sienta para administrar «justicia»(p. 171). Es él quien contesta con fría calma a los apasionados interrogatorios del joven, e impone silencio a la cólera federal. También es él quien ordena luego azotarlo en castigo,«bien atado sobre la mesa»(p. 176). Con todo, la autoridad del Juez resulta limitada por los miembros de su misma «república» y por los ajenos a ella. El Juez se muestra impotente para impedir el desborde de la violencia. A pesar de sus intentos por mantener cierta concordia, la «justicia» se dirime a puñaladas o dentelladas, en el nivel humano o en el animal, configurando esta lucha impiadosa un «simulacro» 4de la organización del país: «Por un lado, dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo, tirándose horrendos tajos y reveses; por otro, cuatro, ya adolescentes, ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero, y no de ellos distante, porción de perros, flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo método para saber quién se llevaría su hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales». (p. 161) Tampoco puede evitar que el unitario escape a su jurisdicción, muriendo. Más orgulloso que Cristo y sin mayor deseo de salvar a la pervertida humanidad que lo rodea, el unitario prefiere entregar su espíritu (su sangre) incontaminado antes de consentir en el contacto y el tormento infamante. Esta muerte imprevista contraría al Juez, en quien puede presumirse decepción (porque la presa se le ha escapado) o un cierto remordimiento (porque el crimen excedía sus intenciones): «-Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él, y tomó la cosa demasiado en serio -exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar parte; desátenlo y vamos». «Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió

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