FICHA TÉCNICA.
Enviado por Helena • 27 de Diciembre de 2017 • 2.954 Palabras (12 Páginas) • 579 Visitas
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El Jacobo había sacado una onda bien extraña al final del primer año en la secundaria. Ya éramos los tres cábulas un grupo de confianza y un día llegó con aire solemne, de las únicas veces que lo vi así. Nos soltó su alucine con sincera cara de preocupación. Dijo que tenía un testículo más grande que el otro (no dijo así pues, dijo güevo, pero es que se me hace gacho cómo suena esa palabra, por aquí hay varias damas y se supone que uno ya no tiene doce años, ya creció, es gente de bien). Total, que así llegó y lanzó su pena. El Solís soltó la carcajada y yo no entendí cuál era el apuro. Le dije que eso no era bronca, yo también en mis inspecciones tempranas, precoces o mañosas, como quieran llamarle, había averiguado que tenía el testículo derecho un poco mayor que el izquierdo. Nomás uno que se tentaba allí podía notar que sí había una diferencia, leve, pero efectivamente: uno más grande que el otro. Yo lo supuse como algo normal (luego, leyendo un libro sobre el tema, confirmé tal cosa). Al Jacobo se le iluminó la cara de esperanza: ¿Deveras? ¿Deveras tienes un testículo más grande que el otro? (Ahora estoy notando que ya ahora me suena más vulgar decir testículo que güevo, pero ¡chale!, es que más adelante van a notar por qué tengo que platicar estas cosas). Le contesté al Jacobo que sí, chingado, también me pasaba lo mismo y no había bronca. El Jacobo siguió jodiendo tres o cuatro días con lo mismo. El Solís, igual, riéndose cada vez que el otro soltaba su conflicto existencial, creyendo que era una más de sus típicas ocurrencias. Ya me tenían harto los dos güeyes. Hasta que un día estábamos los tres en el baño haciendo cada quien sus labores fisiológicas y al Jacobo se le ocurre decir: ¿Quieren ver? De volada me agüité pero, híjole, este bato volvió a repetir su pedido varias veces. Total, que a tanto y tanto, no quedó de otra más que aceptar ver (yo, la neta, se los puedo jurar, no fue por antojo, sino porque ya quería que terminara aquel lloriqueo del Jacobo; supongo que el Solís aceptó porque quería seguir botaneándosela, nunca le conocí alguna inclinación que me hiciera suponer que en él sí hubiera antojo). Está bien, güey, ya para que salgas de dudas, le dije. Y el Jacobo de inmediato desembolsó. ¡Órale! El Solís parecía que bailaba break-dance al arrastrarse por el ataque de risa que le dio. Yo me quedé azorado y no supe qué decir: era una toronja contra un limoncito verde, de esos que ni jugo traen. El Jacobo deveras tenía un testículo más grande que el otro. Me asusté. Pensé: este güey tiene cáncer o le picó una araña de esas machinas, ponzoñosas, que realmente provocan hinchazón. Pero no, el Jacobo nos dijo que así lo había tenido desde que nació. Me vio con cara de saber qué onda. Yo ya no tuve el menor ánimo de comprobarle nada al Jacobo. Era mi cuate y quería ayudarle, pero no como para mostrarle mis medidas varoniles. Nomás le dije al Jacobo que yo también tenía uno más grande que el otro, pero, pues, este, la mera verdad no así como él. Estaba cabrón. El Jacobo se quedó callado, bien serio, y el Solís siguió riéndose.
La verdad que yo no volví a comentar nada, ni con ellos ni con otros compas. Ni el Solís. Al principio creía que él había ido con el chisme pero no, después comprobé que él tampoco había dicho nada. El Jacobo fue el que tuvo la ocurrencia de ir a decirle al Márquez. En caliente se juntó un grupo enorme en los baños para que el Jacobo hiciera una consulta más validera, no se había conformado con lo poco que habíamos hecho el Solís y yo por él. Acudió al Márquez que, como dije, era mayor, con más experiencia, y éste acarreó a su damo de compañía y demás pegostes. El Jacobo les enseñó y el Márquez lo agarró de su carrilla, ¡gacho!, hasta las morras lo supieron. Todos se empezaron a botanear de los tamaños que el Archicito durangueño se cargaba.
El Jacobo se la tragó, pero esperó el momento de regresársela al Márquez. Y la ocasión deseada llegó cuando tuvimos nuestra primera práctica de inglés, un martes de septiembre, en el laboratorio. Un cubículo para cada quien y sus audífonos. La novedad tecnológica y todos entusiasmados por el cambio de rutina. Yo me senté hasta atrás con el Solís, al Jacobo le tocó junto al Tío, y el Márquez mero adelante, presumiendo sus ganas de aprender, con su lugarteniente Molina al lado. La cosa era que íbamos a escuchar una presentación en partes y luego a repetir la pronunciación. El rollo grabado, por ser el primero que practicábamos, era sobre los Estados Unidos. Todos repetimos de a coro el primer párrafo. Luego la miss pidió un voluntario para que lo repitiera solo en su micrófono y todos lo escucháramos. La catástrofe vino cuando el Márquez, queriendo demostrar su superioridad por enésima vez, levantó la mano en señal de yo mero petatero. La cura total ese bato. La grabación empezaba: In the United States, y el Márquez no pasó de esa primera línea. Lo cantaba el güey, bien fingidota la voz, como si fuera canción de Juan Gabriel: In da yunaire esteeeiiisss. El Jacobo se agarró de ahí, empezó con una risa exagerada que aturdió y metió a la fiesta a todos, incluso a las morras. El Tío estaba junto al Jacobo y le hizo segunda en un carcajeo realmente sabroso. El grupo completo. Y la miss, cruel o rígida en que la pronunciación se corrigiera, hizo que los restantes treinta minutos de la clase fueran el canto, primero presuntuoso y después desesperado, del Márquez: In da yunaire esteeeiiisss. Salimos todavía con ánimo festivo, disfrutando el punto, pero entonces vi cómo se adelantaban en el patio el Jacobo y el Tío cotorreando, cuando pasó como flecha el Márquez. El Tío alcanzó a voltear para ver cómo le llegaba de frente una patada voladora en el pecho. Lo tumbó gacho y ya abajo le atizó otro patadón en la panza. Luego fue cuando señaló al Jacobo y le dijo: Vas tú, cabrón. Y de una mirada nos recorrió a todos, los que nos habíamos burlado. La suerte estaba echada.
Se espantó feo el Jacobo. La incertidumbre de cuándo y cómo fue con lo que empezó a vivir. Por una semana no hubo más chistes, sólo murmuraciones. Y el Jacobo, bien rajón a esa hora el güey, cada momento recalcaba que todos nos habíamos reído, que el encabronamiento del Márquez debía ser contra todo el grupo. Ellas también se rieron, decía señalando a las morras. Al mediodía, después de la última clase, le dábamos juntos para nuestras casas, por la calle Luna, y el Solís y yo veíamos cómo el Jacobo volteaba a los lados, hacia atrás, no volteaa al cielo porque el Márquez no volaba que si no, hasta una plegaria le hubiera hecho allí hincado. Nosotros también volteábamos, a la sorda. Tratábamos de no pensar en eso, pero era imposible,
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