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Querido jhon Lenoir, 2006

Enviado por   •  9 de Enero de 2018  •  4.337 Palabras (18 Páginas)  •  350 Visitas

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Me llamo John Tyree. Nací en 1977, y crecí en Wilmington, una ciudad situada en Carolina del Norte que se jacta con orgullo de poseer el puerto más grande en el estado y una historia prolífica y apasionante, aunque ahora me parezca más una ciudad que surgió por circunstancias accidentales. Lo admito, el clima era fantástico y las playas idílicas, pero no estaba preparada para acoger la oleada de jubilados provenientes de los estados del norte que llegaron con el anhelo de pasar el resto de sus días dorados en un enclave barato. La ciudad está ubicada en una lengua de tierra relativamente angosta que confina por un lado con el río Cape Fear y por el otro con el océano. La Au- topista 17 —que lleva hasta Myrtle Beach y Charleston— divide la ciudad en dos partes y desempeña la función de carretera principal. Cuando era niño, mi padre y yo solíamos conducir desde el casco antiguo cerca del río Cape Fear hasta la playa de Wrightsville en diez minutos, pero ahora han instalado tantos semáforos y erigido tantos centros comerciales que el trayecto puede durar una hora, especialmente los fines de semana, cuando los turistas llegan en tropel. La playa de Wrightsville, situada en una isla justo a tocar de costa, se halla al norte, en la punta de Wilmington, alejada y separada de una de las playas más conocidas del estado. Las casas que se extienden a lo largo de las dunas son exorbitantemente caras, y la mayoría se alquilan durante los meses de verano. La zona denominada Outer Banks puede parecer más romántica por su recóndita ubicación, así como por sus caballos salvajes y el mito de los hermanos Orvi- lle y Wilbur Wright, que realizaron su primer vuelo precisamente sobre esa zona de la costa, pero si queréis que os diga mi opinión, la mayoría de la gente que elige la playa como destino veraniego se siente más cómoda con un McDonald's o un Burger King a su alcance, por si a los más pequeños de la casa no les entusiasma la oferta culinaria local, o quieren disponer de más de un par de opciones de actividades recreativas por la tarde. Al igual que todas las ciudades, Wilmington tiene sus barrios ricos y sus barrios pobres, y puesto que mi padre desempeñaba uno de los trabajos más estables y respetables en el planeta —cubría una ruta como repartidor de correos—, las cosas no nos iban mal. Tampoco es que nuestra vida fuera fantástica, pero no nos podíamos quejar. No éramos ricos, aunque vivíamos lo bastante cerca del área más próspera como para que yo pudiera estudiar en uno de los mejores institutos de la ciudad. A diferencia de las moradas de mis amigos, sin embargo, nuestra casa era vieja y pequeña; una parte del porche había empezado a combarse, pero el patio en la parte posterior era sin duda lo que la redimía. En ese patio se alzaba un enorme roble; cuando yo tenía ocho años, monté una cabaña en el árbol con unos tablones de madera que recogí en unas obras. Mi padre no me ayudó en el proyecto —si alguna vez atinaba a propinar un martillazo certero sobre un clavo, podía considerarse sinceramente un acierto accidental—; fue el mismo verano en que aprendí a montar en la tabla de surf por mí mismo. Supongo que debería de haberme dado cuenta del inmenso abismo que me separaba de mi padre, pero eso sólo demuestra lo poco que uno sabe de la vida a tan temprana edad. Mi padre y yo éramos posiblemente tan diferentes como dos personas pueden serlo. Él era una persona pasiva e introspectiva, en cambio yo siempre estaba en movimiento y detestaba la soledad; mientras él confería un incuestionable valor a los estudios, para mí el colegio no era más que un club social con deportes añadidos. Su porte era desgarbado y tendía a arrastrar los pies cuando caminaba, en cambio yo siempre iba dando saltitos de un lado para otro, y constantemente le pedía que cronometrara cuánto tiempo tardaba en ir y volver corriendo hasta la siguiente esquina. A los catorce años ya era más alto que él y a los quince le ganaba los pulsos. Nuestra apariencia física era también palmariamente distinta: él tenía el pelo rubio pajizo, los ojos castaños y muchas pecas; yo tenía el pelo y los ojos pardos, y mi piel aceitunada adoptaba un destacado tono bronceado a partir del mes de mayo. A algunos de nuestros vecinos les parecía extraño que pudiéramos ser tan diferentes físicamente, lo cual no carecía de sentido, supongo, teniendo en cuenta que me crié solo con él. Cuando crecí, a veces oía a esos mismos vecinos comentar en voz baja que mi madre nos había abandonado antes de que yo cumpliera mi primer año de vida. A pesar de que más tarde sospeché que mi madre se había fugado con alguien, mi padre jamás me lo confirmó. Lo único que decía era que ella se dio cuenta de que había cometido un error al casarse tan joven y que no estaba preparada para asumir el papel de madre. Jamás la criticó, tampoco la elogió, pero me pedía que siempre la incluyera en mis plegarias, sin importar dónde estuviera o lo que ella hubiera hecho. «Me recuerdas tanto a tu madre», me decía de vez en cuando. Hasta el día de hoy, jamás he hablado con ella, ni tampoco siento deseo alguno de hacerlo. Creo que mi padre era feliz. Lo digo así porque él casi nunca expresaba sus emociones. Cuando yo era pequeño, apenas me besaba ni me abrazaba, y si esporádicamente alguna vez lo hacía, mi impresión era que se trataba de un acto mecánico, como si pensara que ése era el comportamiento que se esperaba de un padre, y no porque realmente sintiera la necesidad de hacerlo. Sé que me quería por la forma en que se dedicó siempre a cuidar de mí, pero él había cumplido cuarenta y tres años cuando yo nací, y en cierta manera creo que le habría ido mejor si se hubiera dedicado a ser monje que padre. Era el hombre más comedido y callado que jamás haya conocido. Me hacía poquísimas preguntas acerca de cómo me iban las cosas, y aunque prácticamente nunca se enojaba conmigo, tampoco se reía ni bromeaba. Vivía inmerso en una rutina inalterable. Cada mañana sin falta, me preparaba huevos revueltos, tostadas y finas lonchas de panceta fritas, y durante la cena —que también preparaba él— escuchaba deferentemente las batallitas que yo le contaba acerca del colegio. Programaba las visitas al dentista con dos meses de antelación, pagaba las facturas el sábado por la mañana, hada la colada el domingo por la tarde, y cada mañana se marchaba de casa exactamente a las siete y treinta y cinco minutos. No le gustaban nada los eventos sociales, y pasaba solo muchas horas cada día, repartiendo paquetes y pilas de cartas por los buzones que estaban dentro de su ruta. No salía con ninguna mujer, ni tampoco se pasaba las noches de los fines de semana jugando al póquer con amigos; el teléfono podía permanecer semanas enteras sin sonar, y cuando lo hacía, o bien se trataba de alguien que se equivocaba

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