El dilema de la ética: entre el ser y el deber ser, la libertad y el reconocimiento del otro
Enviado por Kemelly Murillo Bellido • 28 de Septiembre de 2021 • Trabajo • 1.832 Palabras (8 Páginas) • 467 Visitas
El dilema de la ética: entre el ser y el deber ser, la libertad y el reconocimiento del otro
Maribel Cuenca
Pontificia Universidad Católica del Perú
Cuenca, M. (2015). El dilema de la ética: entre el ser y el deber ser, la libertad y el reconocimiento del otro. Estudios de filosofía, 13, 31-54. Obtenido de http://revistas.pucp.edu.pe/index.php/estudiosdefilosofia/article/view/14589/15188
¿Es la ética una “gran palabra”?, ¿por qué? Y ¿qué significa la ética?, ¿qué engloba la ética? Sin duda, la ética puede considerarse una “gran palabra” en tanto refiere a algo importantísimo en la vida de los seres humanos, una condición ineludible para la conducción y consolidación de la vida entre diversas y muchas personas. Se dice, pues, que la ética es uno de los ejes de la vida en sociedad y siempre se reitera su necesidad en las acciones de cada ser humano, en tanto estas repercuten en la vida de muchos más. De ahí que la ética tenga ganado un “sitial” en la regulación de los comportamientos, a pesar de que no deje de ser problemático describir conductas éticas, reconocerlas y asegurar su permanencia. En este sentido, la ética no es algo sencillo, no es una noción que tenga una expresión práctica segura y acabada. La ética es muy importante pero también es algo difícil de formular, de presentar como concepto y, con ello, de asegurar su permanencia, sobre todo en contextos y coyunturas tan cambiantes como las de la escena actual. Ello explica la comprensión de la ética también como algo difícil de alcanzar o como algo que se alcanza parcialmente, cuya presencia continua en la vida de las personas es un reto. De ahí que la ética se reafirme como una “gran palabra” y pueda adquirir cierto carácter solemne y trascendental; pero ello, a su vez, la puede alejar de su fuente, esto es, del acontecer cotidiano del ser humano. La “gran palabra” que puede ser la ética no debe distanciarse de aquello que la funda y sostiene, es decir, las acciones del ser humano. De lo contrario, la palabra puede devenir en un gran concepto sin expresión real, lo que atentaría contra el carácter vivencial de la ética, perdiendo de vista el sin fin de experiencias humanas que le dan sentido y la sostienen.
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Así pues, la “gran palabra” que es la ética es también una noción que parte de, y vuelve a, las experiencias humanas; en ese sentido, es una noción que nos confronta con la vida cotidiana y cambiante de los seres humanos. La ética, pues, tiene una estrecha relación con los diversos y múltiples modos de vivir de las personas, con las distintas maneras en que se expresa la vida humana, con lo que significa ser humano; y eso, muchas veces, puede parecer indefinible, innombrable. La ética, en principio, nos conmina a atender al sentido de ser humano, nos conduce a comprender cómo somos sin desestimar ninguna de las maneras en que se expresa nuestro ser. En atención a esto último, en la primera parte de este artículo nos detendremos en la relación entre la ética y el ser del ser humano.
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§ 1. El ser del ser humano: vivir en una comunidad junto a otros
Nacer en un mundo implica para el ser humano, entre varias cosas, estar con otros y, a partir de esto, aprender a vivir con estos otros asumiendo dicha condición. Estos otros son otros seres humanos que también tienen que aprender y, por supuesto, asumir su situación. Así pues, el ser humano se va reconociendo como un ser que, en términos generales, forma parte de un todo que reúne a otros individuos como él, que viven junto a él, de manera que el vivir humano se presenta como un con-vivir, como un estar con otros y, por tanto, como un aprender a vivir con otros. De este escenario parte la ética y en él se desarrolla. El origen del término “ética” da luces al respecto.
El término que está en los orígenes de lo que hoy llamamos ética es el griego ethos, palabra cuya carga semántica se relaciona estrechamente con la condición de con-vivencia de la vida humana y con lo que resulta de esta. Así, el ethos nombra el lugar o morada (que se habita) y, consecuentemente, las costumbres, creencias y hábitos (que se adoptan), en suma, un modo de ser (que se muestra). Dicha idea, junto a muchas más, fue rescatada posteriormente por los romanos y referida bajo su lengua. Así, el ethos griego fue el mos, moris, mores latino, es decir, con este último término los romanos nombraron la misma noción de con-vivencia humana y sus manifestaciones. De este último término latino derivó la moral, siempre con la intención de traducir, en principio, la noción antes referida. De modo que podemos afirmar que la ética y la moral son términos etimológicamente equivalentes y, en función de ello, podemos tratarlos indistintamente.
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Somos seres que estamos con otros formando grupos, grupos de diversa y múltiple índole. Estamos con otros y también nos juntamos a otros, y en ese co-estar incorporamos diversas cosas, desde hábitos y prácticas comunes, hasta supuestos y expectativas determinadas. Vivir con otros en un grupo contribuye a adoptar una manera de ser, identificando cosas, asumiendo significados y afirmando juicios de valor. Como pensaban los antiguos griegos, un ethos se adopta y adquiere más sentido gracias a la vida con otros, pues esto condiciona la afirmación de significados comunes, la toma de distancia respecto de determinadas ideas y la consecución de ciertos fines. En suma, el grupo o el colectivo ayuda al individuo a formar una identidad que le permite situarse mejor en la realidad. Con-viviendo con otros planteamos y validamos creencias, prejuicios e ideales, los que, en cierto grado, nos sostienen en la vida, dirigiendo nuestro andar cotidiano y evidenciando que hay muchas y diversas aproximaciones a las cosas, y que ellas son necesarias para desenvolvernos bien en la vida. Pero ser parte de la con-vivencia con otros no solo nos otorga unas cosas, también nos exige otras poniéndonos condiciones. De alguna forma y en cierta medida, vivir con otros supone aceptar acuerdos y acatar directrices, lo que no ha sido, es, ni será sencillo, porque ello expresa restricciones a los comportamientos de los individuos que, por lo menos, pueden incomodar. Desde esta perspectiva, vivir bien con otros descansa también en saber vivir bajo las exigencias de esta vida. Con todo, no debemos olvidar que esta con-vivencia, al formarnos de cierta manera, ya nos está ayudando a situarnos mejor en la realidad, pues ella nos permite tener, en principio, un enfoque de las cosas, una manera de ser y de ver las cosas: “(…) una moral en este sentido es un sistema de exigencias recíprocas que están expresadas en un tipo de oraciones de deber. La obligación expresada en estas oraciones se basa en los sentimientos de indignación y culpa. Cada sistema definido así tiene un concepto de buena persona” [1]. La vida con los otros da forma, en principio, a una ética, a una moral [2] que se asienta en supuestos y enfatiza expectativas; un modo de ser que, en cierto grado, nos forma y nos compromete; una manera de vivir que comprende sentidos compartidos, sentimientos aceptados y exigencias siempre señaladas. Asumimos, con los otros, significados que, al inicio, poco discutimos; comprendemos que está bien sentir ciertas cosas y mal sentir otras; sabemos que la comunidad, la sociedad o el colectivo[3] nos traza ciertos caminos esperando que los sigamos. Pero, al tratarse la ética de una manera de ser, esta consiste en un modo de vivir que, estando asentado en determinados supuestos, no es estático, pues es un modo de vivir de individuos que así como adoptan ideas, también las replantean, lo cual imprime dinamismo a esa manera de ser. Con todo, al comenzar a vivir, no decidimos cómo vivir, pues nacemos en un contexto que nos forma y que, recién un poco más adelante, también nos muestra la posibilidad de disentir. Pero para disentir hay que, primero, comprender supuestos y expectativas, conocer comprensiones de lo bueno que, en cierto grado, incorporamos y, hasta cierto punto, van asentándose en nuestra vida cotidiana. Una vez iniciado este proceso, podemos reconocernos o no en tales ideales y, a partir de ahí, reafirmar creencias o tomar distancia respecto de las mismas. Pero disentir y tomar distancia supone siempre partir de algo, de un modo de ser y de ver las cosas que, en principio, nos forma: “Soy hijo o hija de alguien, primo o tío de alguien más, ciudadano de esta o aquella ciudad, miembro de este o aquel gremio o profesión; pertenezco a este clan, esta tribu, esta nación. De ahí que lo que sea bueno para mí deba ser bueno para quien habite esos papeles. Como tal, heredo del pasado de mi familia, mi ciudad, mi tribu, mi nación, una variedad de deberes, herencias, expectativas correctas y obligaciones. Ellas constituyen los datos previos de mi vida, mi punto de partida moral. Confieren en parte a mi vida su propia particularidad moral”[4]. Hay un punto de partida moral en la vida de todo ser humano que responde a su condición de ser de comunidad, de sociedad o de un colectivo (o de los tres a la vez). Así comienza a perfilarse un modo de ser peculiar, una particularidad moral que siempre estará en constante formación, pues las expectativas e ideales que acogemos no son los mismos, ya que los referentes y guías que nos acompañan se replantean o los percibimos de distinta manera de acuerdo al tiempo. Entonces, ser de un modo consiste en situarse en un contexto particular y ver las cosas de una determinada manera, describiéndolas, contemplándolas y evaluándolas según ciertos criterios, evidenciando así prioridades y valoraciones. Pero los modos de ser no son eternos, en cierto grado, siempre están cambiando en atención a las relaciones que entablamos con los otros, a los grupos que formamos y a las cosas en las que vamos creyendo. Ello determina el carácter cambiante de la ética en tanto modo de ser.
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