La argumentación es de gran importancia en materia jurídica ya que en esta disponen un conjunto de normas investidos en textos legales, lenguajes jurídicos, diferencia legítimas y por consecuencias disputas.
Enviado por karlo • 2 de Enero de 2018 • 1.866 Palabras (8 Páginas) • 692 Visitas
...
Este texto parte del análisis y reivindicación de la argumentación como garantía de legitimidad en las interacciones comunicativas. Pero no se queda ahí. Porque, sí, en principio está muy bien que, en vez de liarnos a puñetazos, ofrezcamos buenas razones para lo que decimos (como vamos a ver, la argumentación, como institución social, ha sido un gran avance para la humanidad, e incluso algo más que eso).
Sin embargo, su legitimidad como instrumento de interacción no hace racional desde un punto de vista práctico, sino a lo sumo moralmente recomendable (¡aunque no es poco, con los tiempos que corren!), tratar de persuadir a los demás mediante argumentos, en vez de mediante amenazas, seducciones varias o simples camelos. De ese modo, además de una defensa de la legitimidad de la argumentación, en este texto vamos a considerar sus condiciones de racionalidad interna y externa.
Las primeras tienen que ver con la capacidad de la argumentación de justificar lo que decimos, las segundas, con su idoneidad como medio para lograr ciertos fines. Como vamos a ver, este último aspecto de la argumentación, su idoneidad instrumental, nos llevará a considerar la cuestión del valor retórico del discurso. Es a ella a la que vamos a remitir finalmente nuestra pregunta: ¿por qué argumentar y por qué hacerlo bien, incluso si nos interesa más el éxito que la legitimidad de nuestras actuaciones? La gente argumentará mejor o peor, y tendrán o no razón al hacerlo, pero lo cierto es que la argumentación es una actividad cotidiana y ubicua en la interacción social: desde los medios de comunicación a los foros científicos, desde las sobremesas a los debates parlamentarios, es tan común ver gente embarcada en la tarea de dar y pedir razones que no queda sino pensar que tal ubicuidad no es mera casualidad. Antes bien, parecería que la argumentación es una actividad esencialmente humana, algo particularmente afín a nuestro modo de ser.
Pero, ¿cómo podríamos justificar esta intuición? Para empezar, resulta evidente que la argumentación se halla ligada a los rasgos más específicos de nuestro lenguaje. En particular, a su capacidad de volverse sobre sí mismo. La práctica de sustentar afirmaciones mediante razones presupone la habilidad de adoptar una perspectiva reflexiva sobre éstas, y para ello se necesita un lenguaje capaz de predicar sobre sí mismo: es porque podemos decir cosas tales como “lo que digo es verdad”, “esa afirmación no es exacta”, “tu discurso resulta muy convincente”, etc. que estamos en condiciones de evaluar lo que decimos y, por ende, de dar y pedir razones para ello.
En este sentido, incluso las formas más sencillas de argumentación constituyen formas sofisticadas de comunicación que sólo son posibles gracias a la existencia de un lenguaje reflexivo como el nuestro. El desarrollo de tal lenguaje habría posibilitado la emergencia de la práctica de la argumentación. Sin embargo, como vamos a ver, el que la argumentación presuponga un lenguaje reflexivo no significa que haya de ser, en exclusiva, una actividad verbal. Más bien significa que interpretar una actuación como argumentación requiere atribuir al actor el manejo de un lenguaje reflexivo.
Al argumentar, los sujetos buscan mostrar que sus afirmaciones (verbales o no verbales, implícitas o explícitas) son correctas, y esta distancia que el lenguaje permite entre lo que se dice y el hecho de decirlo resulta ser la condición de posibilidad del surgimiento de la práctica de dar y pedir razones: si sólo pudiésemos señalar hechos del mundo, no podríamos argumentar, pues no cabría dudar de lo que “decimos” o considerar si es correcto o incorrecto. Sin embargo, también es posible concebir la relación entre lenguaje y argumentación en el otro sentido: no sólo la argumentación necesita del lenguaje, también el lenguaje necesitaría de la argumentación.
En la argumentación logramos la persuasión por medio de razones que, eventualmente, justificarían el juicio o creencia que tratamos de inducir. El intento de persuadir mediante razones es lo que marca la diferencia entre la argumentación y otro tipo de mecanismos retóricos.
De ese modo, la caracterización pragmática de un acto de argumentar conectaría la idea de persuasión –como el objetivo que vuelve externamente racional el acto de argumentar- con la idea de justificación –como el medio por el cual el hablante trataría de lograr su objetivo persuasivo. Es precisamente esta conexión de la racionalidad interna (justificación) y externa (persuasión) de la argumentación lo que hace de ella un medio legítimo, y a la vez particularmente eficaz, de persuasión. De hecho, damos tan buena imagen cuando argumentamos que, a veces, hacemos trampas para hacer pasar por argumentación lo que, en realidad, no son más que amenazas, artificios y tretas: la apariencia argumentativa de un discurso puede convertirse en un mecanismo retórico más, y cuya finalidad sería la de inducir cierta predisposición respecto de la aceptabilidad de las afirmaciones involucradas y la legitimidad de la actuación del hablante.
Tal es el caso, por ejemplo, cuando se comente la llamada falacia, en las que lo falaz consiste, precisamente, en hacer pasar por argumentación lo que, en el fondo, no es sino una amenaza. En definitiva, podemos decir que argumentar resulta conveniente, también desde un punto de vista puramente práctico: porque los demás también son seres racionales, es más fácil convencer de lo que decimos si tenemos buenas razones para creerlo y, además, sabemos exponerlas.
...