Arte contemporáneo y fabricación de lo inauténtico
Enviado por tolero • 10 de Julio de 2018 • 5.257 Palabras (22 Páginas) • 416 Visitas
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Entonces vamos a ver desarrollarse, en el transcurso del siglo XIX, una nueva concepción de artista, marcada por altas expectativas acerca de la calidad de su persona y no nada más sobre su talento: calidad que garantizaría en su obra la presencia de esos tres grandes criterios de la autenticidad artística moderna que son la interioridad, la originalidad y la universalidad, sin las cuales no hay singularidad que se sostenga. Con esta condición hasta la más descalificante de las singularidades –como la locura- se vuelve positivamente un recurso último del creador auténticamente inspirado: figura rigurosamente moderna que se impuso poco a poco ante el gran público alrededor de la personalidad de Van Gogh.
Pero paralelamente a esta construcción moderna de autenticidad de la persona del artista, asistimos a la deconstrucción progresiva de o los cánones de la representación pictórica a finales del siglo XIX, a partir del movimiento impresionista: reconstrucción que trae consigo, lo sabemos, muchas reacciones de rechazo. Sin embargo éstas no conciernen únicamente las obras, consideradas como inconvenientes o mal ejecutadas, sino también a la personalidad de sus autores, estigmatizados como insinceros, provocadores o perezosos, o sea “gandules”. Bajo esta perspectiva se puede comprender la aparición de inocentadas artísticas, como la que organizó Roland Dorgelès con aquel célebre lienzo expuesto en el Salón de los Independientes en 1910 firmado por “Boronali” –anagrama de “Aliboron”, el que cree saberlo todo-, y realizada por la cola empapada en pintura de un asno[10].
Al unir la admiración estética a un objeto carente de un verdadero autor, es decir de toda intencionalidad artística y de toda sinceridad, la inocentada, real o ficticia (este último caso aparece en la hipótesis de la inocentada, que permite anticiparla al invertir el papel del engañado), arroja una duda sobre la autenticidad de las intenciones del autor de la obra, sospechosas de no respetuosas de los valores artísticos, e incluso hostiles al público. Así constituye una defensa –agresiva- contra la agresión ejercida por una proposición cuyo estatus es aún demasiado singular para que sea integrada a la categoría de las obras de arte sin menoscabo de la definición consensual de esta categoría. La inocentada es, pues, un juego –serio- acerca de la autenticidad artística, destinada a mantener la integridad de las fronteras mentales o materiales del arte: fronteras de sentido común que las obras de arte moderno y contemporáneo tienen por característica poner a prueba, permitiendo así al público poner en práctica, en revancha, esas sorprendentes capacidades inventivas que forman la cultura moderna de la inocentada.
Esta imputación de la autenticidad de una obra de arte moderno, en el sentido ya no de su atribución a un autor sino de su pertenencia al arte –dicho de otro modo, de su calidad de obra “auténticamente” artística- también se manifestó, más o menos por la misma época, bajo una forma no lúdica sino más bien muy seria, puesto que se trató de un impuesto aduanal que acabó en un juicio: aquel que el escultor Constantin Brancusi interpuso en 1927 contra el Estado Norteamericano, que había querido gravar la importación de su escultura El Pájaro como objeto industrial y no como obra de arte. Ese juicio evidencia ejemplarmente los criterios de sentido común que prevalecían en aquella época para definir lo que debía ser una “auténtica” obra de arte: criterios que podía parecer contradecir la forma inédita de una escultura abstracta, que escapaba a las expectativas tradicionales de la figuración. Esos criterios mezclaban estrechamente las características del objeto creado y las de la persona del creador, ya que los puntos de litigio tocaban no solamente al parecido del objeto con su presunto referente, sino también el estatus profesional de su creador y su reconocimiento por parte de autoridades competentes, su sinceridad al momento de la creación de la obra, así como la cuestión de saber si el objeto era un original o una réplica, y si había sido concebido y ejecutado por el propio artista en sus fases de realización y fundido.
Marcel Duchamp, que vivía entonces en Nueva York, apoyó activamente a Brancusi en este asunto, que culminó en la victoria del artista –y con él el de una nueva concepción del arte- contra las autoridades norteamericanas. Esta complicidad no tiene nada de casual: fue, en efecto, Duchamp el que, diez años antes, había realizado como una obra “autentica” –es decir debidamente autentificada, incuso si para ello hubo que esperar una o dos generaciones- una prueba radical de la autenticidad artística: dicho de otro modo una auténtica fabricación de una obra inauténtica, pero tan lograda que iba a volverse, como vamos a verlo, un paradigma del arte contemporáneo.
De los objetos sin autor a los autores sin objeto
Fue Duchamp, en efecto, quien inventó poner a prueba la autenticidad del objeto de arte como testimonio de la presencia de la mano de su creador: el ready-made es el primer objeto firmado por un artista sin haber sido creado por él, y que no obstante no sea un falso aunque se presenta como un objeto fabricado industrialmente. Bernard Edelman[11] subraya además, con razón, que Duchamp juega con la ambigüedad entre el nombre del autor tomado como marca y el del autor tomado como creador. Que el jurado del Salón de los Independientes de 1917 rechazara el orinal revela el carácter radicalmente transgresor de una operación tan “contra natura”, que a través de la negativa manifiesta la fuerza de ese primer criterio de la autenticidad que es la seguridad en la continuidad de un lazo entre el objeto y su origen, en este caso su creador – “lo que emana realmente del autor al cual se le atribuye”, según [el diccionario] Le Robert. Para que un objeto de arte sea “auténtico”, se necesita que la cadena que lo une a su autor no se haya roto, ya sea por intervención de otra mano, o por la confusión, intencional o no, sobre la identidad de este autor.
La integración de esta paradójica proposición al seno del mundo del arte, dos generaciones después, muestra hasta qué punto las fronteras del arte fueron empujadas y ensanchadas. La fascinación que ejerce aún en los artistas, así como la reprobación que continúa suscitando en el gran público revelan la profundidad del atentado que inflige en contra del sentido común del arte y, por lo tanto, el placer que puede haber a jugar con ella. Como los cuentos que los niños no se cansan de escuchar de nuevo, la historia del ready-made parece no tener fin, siempre está dispuesta a contarse otra vez, con sus variaciones, con otros protagonistas,
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