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Romero, J.L.: “Capítulo 5: La conciencia de una posguerra”

Enviado por   •  19 de Septiembre de 2017  •  1.736 Palabras (7 Páginas)  •  683 Visitas

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La conciencia para la paz no pudo prepararse y las posiciones intermedias y transaccionales fueron arrolladas en el momento decisivo sin haber podido alcanzar ninguna significación práctica.

El caos de un cosmos

El clima era de confusión general. Los tratados de 1919 parecían haber organizado un cosmos, pero en verdad sólo construyeron un orden jurídico para disimular el caos.

Se asiste a una profunda crisis de las elites: su capacidad de conducción política de la sociedad comienza a ser cuestionada. Frente al desconcierto y el descrédito de las tradicionales clases dirigentes, asomó un nuevo tipo de vínculo cesarista entre las masas y los líderes autocráticos.[1] Las elites comenzaron a declinar su misión pensando que sería inutil y se retrajeron al aislamiento.

En este contexto se da una verdadera y categórica insurrección del coro de la tragedia europea que, en la desesperación, se lanza a la búsqueda de su corifeo, en la forma más elemental de vínculo político entre un grupo y un líder. El fenómeno más curioso de la posguerra es la pérdida de rumbo de las masas y su renuncia a mantener una dirección autonómica: la guerra produjo un dislocamiento histórico-social muy superior a la capacidad de intelección de las masas, haciendo que éstas se decidieran intuitivamente por el camino más seguro para el logro de sus aspiraciones inmediatas, dejándose arrastrar hacia objetivos que, en última instancia, no eran los suyos propios.

En efecto, hubo una rebelión de las masas pero no constituía sino un paso más en el proceso desencadenado por la revolución industrial y surgido a la luz de 1848. Hitler y Mussolini fueron los mejores corifeos, pero por mucho no fueron los únicos: todos al menos por un tiempo parecieron profetas de una nueva e ignorada verdad. Sin embargo, no hay que confundir la artera destreza de los corifeos con la vaga, pero auténtica conciencia revolucionaria que latía en la entraña del coro.

Nada por qué morir

Otro rasgo de la conciencia de posguerra fue la idea de que no había nada por lo que valiera la pena morir. A excepción de quienes aún se aferraban a la fe revolucionaria, el resto se encontraba en un mundo carente de sentido y sumido en el escepticismo.

Los dioses del imaginario burgués por los cuales se peleó y murió (civilización, patria, libertad) ahora parecían indignos de los sacrificios que habían exigido a los 25 millones de hombres de carne y hueso que dieron la vida en su nombre. En consecuencia, para quienes no estaban resueltos a defender una conciencia revolucionaria, la posguerra se manifestó como una profunda crisis existencial. Caducaron los antiguos ideales de colectividad: no hay nada fuera del individuo que sea digno de veneración y que le permita trascender.

Es en este escenario que surge el existencialismo, Proust, Freud, Kafka, etc.

Retórica de la fuerza

El desconcierto reinante en algunos obró en sentido contrario. Frente a quienes se desesperaban por no saber por qué valía la pena morir, comenzaron a aparecer quienes buscaban escapar de sus propias incertidumbres muriendo, pero también matando, por cualquier cosa.

Goethe y Nietszche inspiraron en Spengler y a otros, una doctrina de la sangre y del poder de la energía vital capaz de sobreponerse a la desesperanza (vitalismo). Está doctrina alimentó a los alemanes derrotados a través de la obra de Spengler, quien descubría un sentido regenerador en el prusianismo. El vigor germánico debía sacar a toda Europa de su letargo. Los ex-soldados y los nacional-socialistas tomaron estas banderas para aglutinar diversos elementos heterogéneos entre sí.

Para los que estaban dispuestos a matar y morir, no parecía licito ni tolerable el mundo de cavilaciones e introspección de la decadente sociedad burguesa y su democracia corrompida por el dinero. Solo había acción, “vivir peligrosamente” como decía Mussolini.

Así había un vasto plan para aglutinar voluntades y poner en movimiento los impulsos vitales para defender los enmascarados ideales caducos que la conciencia revolucionaria pretendía amenazar. Su retórica permitió compaibilizar a la revolución social con un poco de catolicismo; la emancipación del proletariado, de la mujer y del adolescente con el capitalismo de Estado; el nacionalismo con el aniquilamiento de la burguesía. Este plan dio fuerza a un estado de ánimo que dio fuerza al fascismo.

Los comunistas también poseían voluntad y optimismo, también poseían un dogma, aunque más coherente y sincero que el de los nazifascistas. Muchísimas cosas los ubicaban en las antípodas pero coincidían en la actitud antiliberal, en el tono vital, en la vocación hacia la fuerza y el realismo. Unos y otros no hacían sino expresar, de distinta manera, la crisis que suscitaba el ascenso de las clases. Solo que los socialistas buscaban representar sus aspiraciones mientras que los fascistas se limitaban a utilizarlas para defender ideales que les eran ajenos.

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