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Opinión pública. De qué hablamos cuando hablamos de opinión pública

Enviado por   •  10 de Julio de 2018  •  8.668 Palabras (35 Páginas)  •  260 Visitas

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Hasta que no existe diálogo entre gobernantes y gobernados no puede hablarse de opinión pública.

El concepto de opinión pública, y tal es su característica principal, es que se ve sometido a un doble proceso.

En cuanto conocimiento vulgar, se va degradando.

Como opinión individual se va sobrevalorando a medida que se construye el sujeto individual, especialmente frente a criterios dogmáticos de la Iglesia y de las clases privilegiadas.

La opinión pública cuaja definitivamente en el contexto de los gobernantes representativos que paulatinamente se van instalando.

A lo largo del siglo XIX se configura una teoría de la opinión pública que se entiende en términos de legitimidad del poder político: cuenta con el respaldo de la opinión de los ciudadanos. Esta característica es central en el régimen político liberal, que se llega a denominar régimen de opinión. Como hemos visto, la opinión pública se forma libremente a partir de la discusión racional, lo que tiene mucho que ver con la democracia deliberativa. Después, la opinión pública se materializa y se oficializa en instituciones como partidos y asociaciones políticas que, al tiempo, tienen como objeto crear opinión. Los partidos son, por tanto, vehículos de la opinión pública.

En esta sociedad, democrática en teoría, los hombres discutirán, opinarán y crearán grandes corrientes de opinión. La palabra se situará en el primer plano de la vida pública

Este nuevo mundo burgués, que también lo es de las masas y de los públicos, se conformará a través de la comunicación social establecida como institución y servida por unas mediaciones técnicas de gran alcance y potencia. Esta sociedad, en la que las masas tendrán una importancia significativa, poseerá la prensa, en un primer momento, y luego los medios audiovisuales como grandes instrumentos creadores de opinión pública y de públicos opinantes. Estas nuevas clases populares jugarán un cierto papel en la vida política del país. Sin embargo, las nuevas sociedades burguesas también despertarán ciertos recelos. En su obra El anticristo, Friedrich Nietzsche denunció la situación que habían creado las sociedades industriales y las tachó de “decadentes” (Nietzsche, 1997: 45). El filósofo alemán advirtió del peligro de las masas que se levantan contra las minorías y censuró la creatividad individual. Ortega y Gasset preveía, como una de las consecuencias de la Revolución Industrial, la aparición de la sociedad de masas, compuesta por individuos “militantes de la uniformidad” (Ortega y Gasset, 1982: 22). Por lo tanto, será en esta sociedad de masas, donde se encuadran burgueses y proletarios, donde nacerán las corrientes de opinión pública, tal como describe Jürgen Habermas.

Es necesario aclarar también otros dos conceptos claves: esfera pública y esfera privada. La relación entre ambas difiere y se contrapone a lo largo de la historia. Habermas, en su libro Historia y crítica de la opinión pública, traza una panorámica perfecta de las evoluciones de las dos esferas, la pública y la privada, y del surgimiento de la Opinión Pública como fenómeno. Así, Habermas se sitúa en la Polis griega para datar la separación del espacio privado y del público. El ámbito privado, el familiar, es el terreno del patriarcado, de la dominación y de la necesidad. El padre controla despóticamente a los miembros de su familia para satisfacer las necesidades básicas. En cambio, lo público es el terreno de la discusión política, de la deliberación pública. Algo nada extraño si se tiene en cuenta que Grecia es la cuna de la democracia. Por eso, Habermas enlaza con la idea de que es necesario poseer determinados derechos individuales y colectivos (expresión, reunión…) para poder practicar el ejercicio de la razón en una sociedad libre y alumbrar una auténtica opinión pública. Los regímenes dictatoriales carecen de opinión pública puesto que suprimen los derechos individuales de las personas. La política requiere discusión, diálogo y entendimiento; la autocracia se basta con el sometimiento.

Retomando la idea habermasiana de la política como el ámbito de la libertad y de lo común (una serie de individuos se reúnen para tratar problemas comunes), se debe apuntar que, si bien se considera a la civilización griega como la pionera de la democracia, no es, ni mucho menos, la más perfecta. De hecho, sólo los propietarios podían participar en la vida política. Junto con este primer modelo democrático aparece también la primera muestra de exclusión, que, en la Antigua Grecia, se extendía a las mujeres y a los menesterosos. De una forma u otra, a lo largo de historia se perpetuará la exclusión en las sociedades que se autodenominan democráticas. No será hasta bien entrado el siglo XX cuando se conseguirá el sufragio universal carente de restricciones. La hegemonía helena la heredará el Imperio Romano, donde se mantendrá la doble división entre esfera pública y privada. En la Edad Media, según Habermas, desaparecerá totalmente la esfera pública y se asentará un régimen de publicidad representativa, en el cual la nobleza dominante se contentaba con ofrecer al pueblo el espectáculo del poder. Según Jürgen Habermas, el siglo XVIII es el siglo vital en la conquista o en el resurgimiento de lo que se denomina “espacio público”, sobre todo en Francia y en Inglaterra. La clase burguesa, en ascenso en la Europa Occidental y en lucha contra las prerrogativas del Estado Absolutista, logró crear un espacio de debate entre el Estado y la sociedad civil. Con las primeras revoluciones burguesas, se articula un espacio público que ofrece a los ciudadanos la posibilidad de debatir y discutir el ejercicio del poder estatal. Este debate estimuló el pensamiento crítico y racional gracias a instituciones como los periódicos, los círculos literarios y los cafés: “La publicidad políticamente activa no está ya subordinada a la idea de una disolución del poder: más bien ha de servir al reparto de éste; la opinión pública se convierte en una mera limitación del poder. A partir de entonces hay que procurar que ese poder más fuerte no aniquile a todos los demás. La interpretación liberalista del Estado burgués de derecho es reaccionaria: reacciona frente a la fuerza adquirida en las instituciones de ese Estado por la idea de autodeterminación de un público raciocinante tan pronto como éste es transformado por la entrada de las masas, incultas y desposeídas” (Habermas, 2002: 167). En este sentido, fue fundamental el papel de las casas de café en Gran Bretaña y de los salones en Francia

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