Analogia final, literatura
Enviado por Stella • 26 de Marzo de 2018 • 10.946 Palabras (44 Páginas) • 392 Visitas
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Para probar si todavía le servía, apenas llegó a su choza miró hacia atrás -una legua de noche-, encendió la vela, modeló con cera una muñeca que representaba a Diansola y le clavó un alfiler en el ojo.
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El pusher - John Varley
EL PUSHER JOHN VARLEY Las cosas cambian. Ian Haise ya se lo había esperado. Pese a ello, hay ciertas constantes dictadas por la función y el uso: Ian intentaba guiarse por ellas, y se aproximaba con bastante frecuencia. El parque infantil no se parecía demasiado a los que él había conocido cuando era niño. Pero los parques se hacían para entretener a los niños. Siempre había algo donde nadar, algo en que deslizarse, algo a lo que trepar. Aquí había todo eso y mucho más. Una zona estaba repleta de árboles. Había una piscina. Los aparatos inmóviles se combinaban con deslumbrantes figuras luminosas que parecían entrar y salir alternativamente de la realidad. También había animales: elefantes y rinocerontes diminutos, gacelas no más altas que una rodilla. Aunque su amable tranquilidad parecía un poco superficial. Pero, ante todo, en el parque infantil había niños. A Ian le gustaban los niños. Se sentó a la sombra en un banco junto a los árboles y los observó. Los había de todos los colores y tamaños y de ambos sexos. Algunos eran negros y vivaces como habichuelas de regaliz, otros blancos como conejitos, o morenos con el cabello rizado y había otros aún más morenos y con ojos rasgados y el cabello negro y lacio. Algunos habían sido blancos pero ahora estaban tostados, aún más morenos que algunos de los morenos. Ian se concentró en las niñas. Otras veces lo había intentado con los niños hacía ya mucho tiempo, pero no había dado resultado. Durante un rato se fijó en una niña negra, tratando de calcular su edad. Pensó que tendría ocho o diez años. Demasiado joven. Otra debía de tener cerca de trece años, a juzgar por su blusa. Era una posibilidad, pero hubiera preferido alguna más joven. Algo menos sofisticado, menos sospechoso. Finalmente encontró a la niña que buscaba. Era morena, pero con un sorprendente cabello rubio. ¿Diez años? Probablemente once. Sin lugar a dudas, era lo bastante joven. Se concentró en ella, e hizo esa extraña cosa que solía hacer cuando había seleccionado a la persona adecuada. No sabía qué era pero casi siempre daba resultado. Quizá lo importante era mirarla, manteniendo sus ojos fijos en ella sin que importara dónde iba o qué hacía, sin dejar que su concentración se distrajera por nada. Y, claro está, al cabo de unos pocos minutos, ella levantó la cabeza, miró a su alrededor y sus ojos se quedaron fijos en él. Mantuvo la mirada por un momento y luego volvió a sus juegos.
Se relajó. Posiblemente en lo que había hecho no había nada de particular. Había comprobado con las mujeres adultas que si uno las miraba de esta manera, fijamente, solían levantar la vista de lo que estuvieran haciendo y le localizaban. Nunca fallaba. Hablando con otros hombres, había comprobado que se trataba de una experiencia común. Era como si ellas pudieran notar su mirada. Las mujeres le habían dicho que era una tontería o que, en todo caso, se trataría de una reacción a ciertas cosas apreciadas de manera superficial por gente entrenada para ponerse alerta ante señales de tipo sexual. Simplemente una observación inconsciente que penetraba en la consciencia: nada que fuera tan misterioso como la percepción extra sensorial. Quizá. En cualquier caso, Ian era realmente hábil en este tipo de contacto visual. Varias veces había notado que las muchachas se rascaban la nuca mientras él las observaba, o alzaban sus hombros. Quizá habían desarrollado un cierto tipo de percepción extra sensorial y, sencillamente, no lo reconocían como tal. En este caso no había hecho más que mirarla... Reía y cada vez que levantaba la cabeza para mirarle — lo que hizo con frecuencia creciente— veía a un hombre sonriente, de pelo algo canoso, con una nariz torcida y hombros poderosos. Sus manos, también fuertes, estaban cruzadas sobre su regazo. Ahora ella comenzaba a caminar distraídamente en dirección a él. Nadie que la observara hubiera pensado que estaba yendo hacia él. Probablemente ni ella misma lo sabía. Durante el trayecto encontró varias excusas para detenerse y dar una voltereta, saltar en las suaves esferas de caucho o perseguir una estruendosa bandada de ocas. Pero se dirigía hacia allí y acabaría sentada junto a él en el banco del parque. Él echó un rápido vistazo a su alrededor. Como antes, había pocos adultos en este parque infantil. Le había sorprendido. Por lo visto la situación había cambiado y las nuevas técnicas de acondicionamiento habían reducido el número de personas violentas, y ahora los padres se sentían más seguros y consentían que sus hijos jugaran sin supervisión. Los adultos que se encontraban presentes estaban ocupados entre sí. Ni uno solo le había mirado por segunda vez desde que llegara. Eso era bueno para Ian. Y facilitaba considerablemente sus planes. Tenía excusas preparadas, pero aun así hubiera sido algo embarazoso afrontar las preguntas que los representantes de la ley hacían a los solterones que deambulaban por los solitarios parques infantiles. Por un momento, sintió verdadera curiosidad por saber cómo podían sentirse tan seguros los padres de esos niños, incluso con el acondicionamiento mental. Después de todo nadie era acondicionado hasta que hubiera hecho algo. Presumiblemente, cada día debían surgir nuevos maníacos. En general, se parecían a todos los demás, hasta que con algún acto marcaban la diferencia. «Alguien debería darle a esos padres una lección», pensó.
— ¿Quién eres?
Ian frunció el ceño. Viéndola de cerca le pareció que no podía tener once años. Quizá ni siquiera diez.
Puede que tan sólo tuviera ocho. ¿Serían suficientes ocho años? Sopesó la idea con su precaución habitual, mirando a su alrededor en busca de unos ojos curiosos. No vio ninguno.
—Mi nombre es Ian. ¿Cuál es el tuyo?
—No. No tu nombre. ¿Quién eres?
— ¿Te refieres a qué hago?
—Sí.
—Soy un pusher 1
Ella lo pensó un momento, luego sonrió. Llevaba los dientes coronados por un pequeño corrector.
— ¿Distribuyes droga?
Él
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