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Individualismo anárquico y civismo solidario: apuntes de ecología social venezolana.

Enviado por   •  5 de Abril de 2018  •  5.370 Palabras (22 Páginas)  •  376 Visitas

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Yo entiendo el afán de independencia como un valor, como un rasgo central del igualitarismo social, de la democracia y del espíritu de la modernidad. Sin embargo, basta vivir unos días en el tráfago capitalino de la ciudad de Caracas, basta recorrer a pie las calles del centro urbano repleta de buhoneros, para descubrir que en nuestra economía informal hay algo más que simple necesidad económica o deseo de independencia, hay un acendrado anarquismo que pasa los límites del individualismo para moverse en el espacio del arquetipo del “alzao”. La vida venezolana nos asoma a una complejidad social que no puede ser constreñida por modelos económicos o políticos que pierden de vista la intervención de factores anímicos, históricos y culturales. La hipótesis que pretendo defender en este ensayo es que el individualismo anárquico es uno de los dominantes de la personalidad modal o el carácter social del venezolano, la personificación de un valor de la cultura subjetiva con que percibimos e interpretamos el ambiente social.

Si algo ha sido reiteradamente mencionado como un rasgo distintivo de nuestra idiosincrasia es el intenso y particular afán de independencia. Pero más que el impulso libertario, en nada diferente del de otras sociedades y naciones, lo que nos marca de manera peculiar es el absolutismo personal, la insumisión rebelde, el marcado individualismo convertido en personalismo a ultranza, donde siempre predomina la voluntad de no estar sometido a nada ni a nadie. Como señala Carmelo Salvatierra, “todos los protagonistas de la barbarie, en la novelística galleguiana, y los protagonistas de la mayor parte de la narrativa de otros escritores venezolanos, son personajes que no reconocen más ley que la que ellos se quieran imponer, es decir, la de su propio yo. Son rabiosa y categóricamente, autócratas”[5]6. Para Gallegos, el enfrentamiento entre la civilización y la barbarie pasa necesariamente por la lidia con el ser indómito que llevamos dentro, amalgama de ideas y representaciones de nuestra naturaleza ancestral. Así verá Gallegos la lucha interna por el dominio de la civilización: “Pero al fin la ciudad conquistó el alma cimarrona de Santos Luzardo...los hábitos intelectuales habían barrido de su espíritu las tendencias hacia la vida libre y bárbara del hato;[6]7” una conquista que debía reforzarse constantemente para “reprimir los impulsos de su sangre hacia las violencias ejecutorias de los Luzardo, que habían sido, todos, hombres fieros sin más ley que la de la bravura armada”[7]8.

La tradición oral venezolana, depósito cultural de la memoria colectiva, es una importante fuente para el estudio del individualismo anárquico. Dos de sus personajes, Pedro Rimales y Tío Conejo, son personificaciones de una estructura básica del carácter, imágenes arquetipales de nuestro inconsciente colectivo. Los cuentos de Pedro Rimales, pícaro, aventurero, malicioso y egoista, giran siempre en torno a la transgresión y la ruptura con las normas generales y los valores establecidos. En el cuento Las dos mitades de Pedro Rimales, nuestro héroe es tan anárquico que hasta en el infierno arma el caos, apagando la candela de todas las calderas con cruces, hasta el punto que el Diablo prefiere enviarlo al cielo donde San Pedro tampoco lo deja entrar. Pedro Rimales se desentiende de los códigos que rigen la sociedad, es él y nadie más. Es la máxima expresión del individualismo, un sujeto que viola todas las normas existentes, que se burla de los demás, que rompe con los valores del grupo e impone, siempre, sus propias normas y conducta. El Pedro Rimales venezolano es heredero de Pedro de Urdemalas, personaje picaresco de la tradición oral española sobre el cual Miguel de Cervantes escribió una comedia. La literatura picaresca aporta el respaldo psicohistórico a esa particular figuración de la anarquía individualista. El pícaro es un individuo golpeado por la vida que se mueve solo en la sociedad sin importarle las normas y valores colectivos, sin proyectos definidos, evadiendo responsabilidades y aprovechando cualquier oportunidad para vivir mejor su presente. Son seres despreocupados que prefieren el beneficio rápido al trabajo hacendoso, individuos ingeniosos que desprecian la vida ordenada. Tío Conejo, otra imagen arquetipal de la viveza y de la astucia, cuyos cuentos marcaron la infancia de generaciones de venezolanos, es un héroe que lucha por la supervivencia frente al poder, el dominio y la fuerza del orden dominante, pero en esa lucha despliega un acendrado individualismo. En última instancia, para Tío Conejo, como para tantas otras personificaciones del arquetipo del pícaro, lo único que realmente cuenta es su propia salvación y bienestar, la satisfacción de su deseo personal. Tío Conejo no se enfrenta al sistema, pero tampoco se somete a él. Siempre encuentra formas astutas para salirse con la suya.

La historia política venezolana es testigo de la fascinación colectiva con la figura del “alzao”, el insurgente, el rebelde, aquel que se levanta y parte con un piquete para luego volver y dar un golpe de estado. Si el inicio de la conquista de Venezuela es una historia de deserciones, desacatos y alzamientos continuos (pensemos en las expediciones de los gobernadores de los Welser), las rebeliones, levantamientos y revueltas del siglo XIX marcaron un estilo de acción política que perduraría en la mitología romántica del “buen revolucionario”. El ejercicio del poder en Venezuela se ha visto complicado y entorpecido por la dificultad de encontrar cierto orden jerárquico. Testigo de ello fue la difícil consolidación del ascendiente de Simón Bolívar por encima del resto de los próceres de la independencia. Rodeado de oficiales díscolos y altivos, acostumbrados al propio mando sin tener que dar cuenta a nadie, Bolívar tuvo grandes dificultades para hacer reconocer su jefatura. José Francisco Bermúdez, Manuel Piar o Santiago Mariño, no podían aceptar fácilmente tener que someterse a un igual, tan jefe o libertador como ellos mismos.

De todas la imágenes culturales que expresan nuestro carácter social, el “alzao” es la más nuestra, la que más vivimos en el cotidiano. Es el tipo que actúa por su cuenta, sin acatar normativa alguna, el hombre que se colea porque le da la gana o cree tener razón, el “echao pa l´ ante”, el audaz, el altanero que no resiste estar supeditado a reglas y normas abstractas por encima de él. El “alzao” es el deslinde grueso de un modo de existir, el esbozo de una peculiar forma de sentir e interpretar el mundo, una imagen colectiva inserta tanto en la máxima colonial: “se obedece pero no se cumple”, como en la libérrima, agradable y refrescante informalidad. La despreciativa altivez del individuo anárquico que no acepta ni se

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