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La importancia del racionamiento en el juicio. Diferencia con la “racionalización”.

Enviado por   •  15 de Marzo de 2018  •  9.216 Palabras (37 Páginas)  •  329 Visitas

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Racionalizar. Por oposición al término “razonar” usamos el término “racionalizar”. Aquel sería el ideal a seguir y este sería la distorsión, que parece correcta, pero no lo es.

Llamamos “racionalizar” al hecho de definir de antemano la conclusión y luego buscar qué argumentos apoyan la decisión tomada a priori.

En el proceso judicial, equivale a definir quién debe ganar el juicio basándose en procedimientos no racionales: decidir por intuición, o en conciencia, o por simple capricho, y luego buscar argumentos que apoyen esa decisión.

La “Racionalización”, según el psicoanálisis, es un mecanismo de defensa, que se utiliza para evitar la frustración mediante la apariencia de un razonamiento. Por eso, la racionalización sirve para justificar prejuicios o fracasos. Según los psicólogos sociales, el hombre tiene una propensión al prejuicio, en la medida que tiende a formar generalizaciones o categorías que le permitan simplificar su mundo de experiencias. Estas categorizaciones, basadas en estereotipos, se convierten en prejuicios siempre que no sean reversibles bajo la acción de conocimientos nuevos.

Para validar sus prejuicios, las personas nos valemos de la racionalización, que consiste en seguir una línea de pensamiento que se sabe va a confirmar la decisión que previamente decidimos adoptar. La racionalización conlleva ver sólo los argumentos y hechos que queremos ver, y negar o abstenernos de ver los que no nos convienen. Un racista, por ejemplo, escogerá de la historia todos aquellos sucesos, reales o inventados, que sean desfavorables a la raza odiada. Y ocultará o callará todos los hechos de la historia que favorezcan a esa misma raza que quiere desprestigiar.

Así mismo, como ya dijimos, la racionalización se usa para enmascarar fracasos. Es común que digamos, por ejemplo, que perdimos una oportunidad laboral porque el empleador era sexista, o racista, o tenía algún defecto, que lo haga a él responsable y nos libere a nosotros de culpa. Como se puede ver, la racionalización es un ejercicio muy común en la vida corriente y la vemos todos los días, en nosotros o en los demás.

Si aceptamos estas definiciones, es fácil ver que en la práctica judicial hay que evitar a toda costa la racionalización, porque conduce a una falsa apariencia de proceder racional. Con alguna frecuencia se escucha a los abogados quejarse de que el juez no leyó sus argumentos, que no los estudió, que no los comprendió o que no los rebatió. Esta justificación de los abogados puede ser en sí misma una racionalización. Pero también puede ser cierta, caso en el cual que el juez es el que haya racionalizado en lugar de razonado.

Uno de los métodos más eficaces para evitar la racionalización, por lo tanto, es que los fallos contengan un análisis integral de todos los argumentos y pruebas, tanto aquellos que sostienen la decisión final del juez como aquellos que la controvierten. Con la posible excepción de la Corte Constitucional, este es un proceder que siguen pocos jueces en Colombia. Por lo general, las sentencias son abundantes en el recuento de los hechos y argumentos que llevaron al juez a decidir en un sentido, pero son parcas en la explicación de por qué no se debía adoptar la posición contraria. Ese desequilibrio es el que explica que muchos abogados se quejen de que no los leen.

Es sumamente raro que en un caso todas las pruebas y todos los argumentos apunten en un solo sentido. En la gran mayoría de los juicios se encuentran pruebas que favorecen a cada una de las partes y argumentos que, desde cierto punto de vista, favorecen a una parte o a la otra. En esa situación de equilibrio, o estado cercano al equilibrio, la posición del juez es la de valorar y sopesar. Eso quiere decir que el juez está en la obligación de considerar todas las pruebas y argumentos, ya sea que favorezcan a uno o al otro. Y luego (no antes) debe decidir qué grupo de argumentos y pruebas, considerados en conjunto, alcanza un mayor grado de credibilidad o razonabilidad.

Si el juez simplemente escoge quien debe perder o ganar el juicio, y se limita a mencionar en su fallo los argumentos o pruebas que favorecen a la parte elegida, probablemente no está razonando sino racionalizando. De ello se sigue que el juez no sólo debe justificar su decisión, sino también justificar por qué no tomó la decisión opuesta. El juez no sólo debe explicar porqué considera importantes ciertas pruebas y argumentos, sino también explicar porqué descarta otras. Enfaticemos aquí que el juez no debe limitarse a escoger, porque la escogencia implica elegir una cosa y desechar las demás. El juez sopesa, lo que quiere decir que valora todos los argumentos y pruebas y determina cuál tiene más peso o validez. Por eso a la justicia se la representa también con una balanza. Una de las tareas más difíciles de hacer es razonar, porque razonar conlleva cuestionarnos a nosotros mismos nuestras primeras impresiones, adoptar transitoriamente la “otra” posición (que acaso no nos simpatiza) y tratar de ver qué grado de razón puede tener. El grado más alto de honestidad intelectual se da cuando decidimos en sana lógico en un sentido distinto al que quisiéramos decidir.

Por otro lado, las sentencias que sólo muestran un lado de la cuestión, además de suscitar sospechas de racionalización, hacen que el derecho sea poco interesante y poco fructífero, cosa que debería perturbar a los abogados más que a nadie. A veces las sentencias dan la impresión de que los asuntos resueltos son sencillos y diáfanos, al punto que, si uno se basa en la sola lectura de la sentencia, surge la pregunta de por qué se llevó a juicio a una cuestión tan evidente. Cuando ello ocurre, es muy posible que la sentencia haya callado o eludido el verdadero punto de discordia.

Para ilustrar este aspecto, voy a mencionar un caso a modo de ejemplo: en alguna ocasión, un cliente fue multado porque la factura no especificaba la cantidad, dato que era obligatorio según una resolución de la aduana. El cliente se defendió diciendo que la cantidad evidentemente no constaba en la factura, pero que sí aparecía en varios documentos anexos que la aduana conoció.

Suscitado el debate judicial, renuncié a todo otro argumento y sólo formulé un cargo, por violación al principio de justicia. Fue el único cargo que postulé y argumenté a lo largo del proceso. En su fallo, el Consejo de Estado se limitó a reiterar lo que ya sabía: que la cantidad es un dato obligatorio porque así lo dice una resolución de la aduana.

Pero ese no era el cargo en realidad. El cargo realmente se podía expresar así: ¿es justo multar a

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