El paraguas verde
Enviado por Jerry • 24 de Junio de 2018 • 4.677 Palabras (19 Páginas) • 505 Visitas
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El olor a mango maduro
Es domingo por la mañana, y los tres se disponen a salir a la plaza de mercado. Después de un corto recorrido a pie, llegan a un sitio donde hay mucho movimiento. Las mujeres con sus canastos van llenándolos con productos que compran en diferentes lugares, después de regatear el precio, algunos hombres bajan de unos carros pequeños que el padrino de Gabrielita llama Jeeps, unos bultos muy pesados que transportan sobre sus hombros o espalda, para luego descargarlos en los puestos o carretas. Con sus escasos 1.20 m. de estatura, los ojos de la niña se pierden en un horizonte de corazones amarillos y rosa que pareciera no tener fin. Su nariz se embriaga con el dulce néctar de los mangos maduros o mangos de azúcar, como los llama su madrina Ana. Compran una bolsa repleta y ante el antojo dibujado en el rostro de la niña, le piden al vendedor les lave uno y se lo entregan a la niña. Apetitosamente lo lleva hasta su boca y cuando está a punto de morderlo, descubre que el mango le sonríe, la saluda amablemente y la lleva hasta la carreta, donde otros mangos, entre maduros y pintones, se apretujan y luchan por sobresalir para saludar a la niña. Calientan sus voces con ejercicios vocales, como si hicieran parte de un gran coro y se prepararan para una función muy importante. Uno de ellos, que parece ser el director, se adelanta y ante un movimiento de su batuta, se empiezan a escuchar las más hermosas voces. Entre sopranos, contraltos, tenores y bajos, la canción se deja escuchar:
Gabrielita tan Feliz,
la que sueña con amar
y que un delfín le regaló
un paraguas verde mar.
Entre esencias y grajeas
que parecen no acabar,
de la gama de colores,
al blanco y negro viene y va.
Despertar más sensaciones
es tarea de no aplazar;
mangos maduros de azúcar,
es hora de trabajar.
Visita a la modista
La madrina de Gabrielita quiere mandarle a hacer un vestido y le compra una pieza de tela, o como ella lo llama, un corte; es un satín verde oscuro, brillante, que hace ver más oscura su piel. La niña observa detenidamente la tela, pasa sus pequeñas manos que se deslizan y acerca su nariz para sentir el olor a nuevo. Visitan a la modista que vive en un barrio bastante retirado de la casa, en una casa cuya puerta termina muy por debajo del nivel de la calle. La señora Ana toca la puerta delicadamente, y una mujer delgada, de estatura mediana, piel clara y pálida y con un rostro muy triste, abre la puerta, saluda y muy gentilmente las invita a pasar. Una vez acomodadas en un sillón amplio y confortable, les entrega unos figurines de modas, que Gabrielita y su madrina empiezan a ojear. Por fin se deciden por un modelo de mangas bombachas, entallado en la cintura y con una cinta que se anuda en la parte de atrás sobre la falda. La señora Aurelia, que así se llama la modista, saca un cuaderno, un metro y muy concentrada en su tarea, toma las medidas de Gabrielita para anotarlas en el cuaderno. Ana y Aurelia acuerdan la fecha para la prueba, la entrega y el precio de la costura.
Los días pasan rápidamente, es hora de la entrega. Ya el vestido está listo, después de unos pequeños ajustes posteriores a la prueba. Es realmente precioso, piensa Gabrielita, y sueña… su vestido se alarga hasta los tobillos y tal como lo ha visto en algunos cuentos de hadas que le lee su prima Blanquita, porque aún ella no sabe leer, se convierte en una princesa. Se sorprende caminando por los hermosos jardines del palacio donde vive. Las margaritas, los lirios, las rosas, le regalan su perfume y su color. Una mesita forjada en bronce, con la superficie de vidrio, enseña orgullosa un elegante juego de té, con cucharitas de plata. Una canastilla con las más deliciosas galletas y un delicioso té, perfuman el aire. Están servidos para la princesa y su amiga Martha, que se encuentra de visita en el palacio. Conversan alegremente y ríen ante las ocurrencias de Martha que es bastante jocosa. Recuerdan el día en que Martha invitó a Gabrielita a un paseo alrededor del palacio para coger las moras silvestres grandes y jugosas que tanto les gustaban. Las princesas habían salido sin autorización de sus padres y cuando se disponían a regresar, una tormenta y una lluvia torrencial, cargada de truenos y relámpagos, se desató en el cielo. Corrían desesperadas tratando de encontrar un lugar donde protegerse del agua. El cuerpo de las niñas, empapado, templaba de frío y de miedo. De repente, dentro de los matorrales se asoma el paraguas verde, que las cubre y las lleva de regreso al palacio.
La velada termina. Un carruaje se acerca a la entrada del palacio, Martha debe irse. Se despiden con la promesa de volver a verse de nuevo. Gabrielita escucha la voz de su madrina que le dice: -Hemos llegado a casa, por favor baja del carro.
Cuando tembló la tierra
Era un lunes en la mañana, la actividad en la casa había empezado desde las cuatro de la madrugada. Los hombres en el taller de panadería, se preparaban para surtir las vitrinas de la cafetería que abría sus puertas al público desde las 6:00 a.m. Ana se disponía en la cocina a preparar el café para los trabajadores y adelantar los alimentos para el desayuno. Gabrielita se levantaba justo a las 6.00, cuando escuchaba el ruido que la inmensa cortina de hierro, hacia al subirse, para dejar al descubierto el local de la cafetería. Había puesto sus pequeños pies en el piso, cuando sintió que se hundían como si estuviera parada en un gran colchón de espuma, creyó estar mareada. Las imágenes religiosas que su madrina tenía sobre una gran repisa, empezaron a desplazarse como si tuvieran vida. De pronto se elevó por el aire y se desplazó hacia la calle. Todos en la casa corrían buscando alcanzar la salida. Una vez en la calle, escuchaba el llanto, los gritos y las voces de la gente gritando ¡Temblor! y suplicando a Dios protección. Se agolpaban en los andenes, buscándose unos a otros, algunos aún en ropa de dormir. Gabrielita se percató entonces que estaba en los brazos de su primo Roosevelt. Era el hijo adoptivo de su madrina Ana y le llevaba diez años de diferencia. Asustado aún por el remesón, contaba cómo había encontrado a Gabrielita sentada en
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