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Misterio en el campamento

Enviado por   •  26 de Septiembre de 2018  •  4.375 Palabras (18 Páginas)  •  444 Visitas

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—¡Ay, tía! Me costó tanto cerrar mi mochila. Pero llevo todo lo necesario. Mi mamá me mandó la ropa que faltaba por lavar y estoy seguro de que va el pijama, la escobilla de dientes y una toalla, que son las cosas que a uno se le podrían olvidar.

La mamá de Diego era hermana de la mamá de Pablo. Habían hablado por teléfono varias veces en los últimos tres días. Ella, por su trabajo, tenía que viajar bastante y en esos días su hijo Diego se alojaba con sus primos. Esto era fabuloso para Pablo, ya que, como él decía, estaba en desigualdad ante las mujeres de la casa, de modo que cuando llegaba su primo la situación se emparejaba al menos numéricamente.

—Si quieres revisa la mía —dijo Pablo—. A veces a mí se me olvidan cosas y se me desordena todo.

—¿A veces? —preguntó sarcástica Antonia.

La mamá abrió la mochila de Pablo, reacomodó la ropa, agregó los calcetines, champú, peineta y suéter que había olvidado, colocó la raqueta y aún así el cierre corrió con facilidad.

—Aprende, niño. Esa es la diferencia entre una mochila bien armada y una caótica —explicó Antonia.

—Cada vez que me enojo, pienso que no te voy a ver durante dos semanas y me alegro tanto… —dijo Pablo.

—Ojalá no pelearan el último día en que están juntos —suspiró la mamá—. Entiendo que estén felices porque tendrán unas estupendas vacaciones, pero yo no estoy nada de contenta. Es la primera vez que estaremos separados por tanto tiempo. Primeras vacaciones en que la familia se dispersa.

—Deberías mirarlo como un descanso, tía, como un tiempo para ti misma. Piensa cuántos cuadros lindos vas a poder pintar sin que nosotros te interrumpamos —dijo Diego en su mejor tono persuasivo.

—Además, estas son solo las vacaciones de septiembre. Después viene el verano y típico que vamos a ir todos juntos por unos días a la casa de Los Piñones —dijo Antonia haciendo un mohín de disgusto. La casa que tenía la familia en la playa le resultaba aburrida, ya que estaba en un balneario tradicional y tranquilo, al que iban pocos jóvenes. Pasaba por una etapa en la cual la belleza del paisaje, la paz interior y el descanso la dejaban por completo indiferente.

—Ya están grandes —suspiró la mamá—. Supongo que así tiene que ser y que es lo correcto.

—Además, Sarita se queda contigo —argumentó Pablo.

—Y ella sí que sabe hacer sentir su compañía —agregó Antonia.

—¡Te oí! —chilló Sarita, entrando en ese momento.

—No he dicho nada de lo que piense arrepentirme —dijo Antonia—. Tú hablas, por expresarlo de alguna manera, en dosis excesiva; eres una sobredosis viviente.

—No entiendo lo que dijiste, pero sé que es algo malo —refunfuñó Sarita.

—Te ha dicho parlanchina, sin embargo, nadie habla tanto como ella —sonrió la abuela, quien había tenido solo dos hijas muy unidas y hermanables entre sí, pero recordaba que era inevitable que discutieran y se lanzaran pullas. Ella, en cambio, había sido la menor y única mujer entre nueve hermanos, y aunque fue regaloneada y protegida por todos, no por eso dejaron de desarrollar una gran imaginación para molestarla. Sabía que, por alguna razón desconocida, los hermanos actuaban así a pesar de lo mucho que se quisieran.

—Pero basta ya de discusiones —continuó la abuela—. Ha llegado el momento de repartir unas cuantas cosillas antes de que esas mochilas se cierren.

—¡Bien! —exclamaron los primos. Sabían que la abuela los iba a aprovisionar de variadas golosinas para el viaje y para sus noches hambrientas, cuando no pudieran dormirse y ya el estómago hubiera olvidado la reciente comida.

La abuela tenía en su dormitorio un baúl del cual siempre salían sorpresas. Lo abría apenas, deslizaba subrepticiamente su mano y sacaba uno a uno los paquetes de golosinas.

—Veamos. Unas bolsas con malvaviscos para asar en las noches, en la fogata. Galletas de nata que horneé yo misma…

—¡Esas son las mejores! —exclamó Diego, que sabía ganarse a su abuela. En realidad, ella era una pésima cocinera. No tenía paciencia; lanzaba los ingredientes sin medirlos con exactitud y los mezclaba sin dedicación, los horneaba con apuro y a fuego alto y no invertía tiempo en decorar, porque tenía la convicción de que la comida era para comerla y no para mirarla.

—… también galletas de las compradas, que no son tan buenas pero duran bastante. Unos mazapanes artesanales que solo tienen almendras y azúcar. Una bolsa con gomitas de diez sabores. Una cajita con cuchuflíes rellenos con manjar. Y para cuando se hostiguen de tanto dulce, aquí tienen unas papitas fritas.

Los niños la abrazaron y le agradecieron el cargamento de golosinas, que, por abundante que fuera, no les duraría hasta el término del campamento.

—Y otra cosa —dijo la abuela—. Un tarrito de manjar y dos bolsas de mermelada por si les dan solo pan con mantequilla y tienen ganas de algo más.

—Ojalá que haya pan con huevos revueltos —apuntó Sarita, quien vigilaba atentamente las provisiones de los niños. En su interior sonreía satisfecha, porque sabía que cada vez que la abuela le daba algo a un nieto, buscaba qué ofrecerles a los otros para que nadie se quedara sin recibir algo. Por lo que suponía que en el fondo de ese baúl había unas cuantas golosinas esperando por ella.

Mientras los niños rellenaban sus mochilas y las cerraban en forma definitiva, se ponían sus parkas y recogían sus sacos de dormir, llegó el papá de la oficina y los apuró para llevarlos al terminal de autobuses. Se despidieron efusivamente unos de otros y Antonia abrazó a su hermano y a su primo.

—Para que no me echen tanto de menos —dijo. Y les entregó a cada cual una fotografía con un calendario impreso por detrás—. A Diego le toca la imagen de un moderno laboratorio en el que se hacen grandes descubrimientos científicos y donde seguramente hay hartos bichos raros para analizar, y a Pablo, una célebre escena del partido final de tenis de no sé quiénes por no sé qué famosa copa. Y los calendarios les sirven para saber en qué día del año están y cuántos días de diversión les quedan.

—Cuando hace estas cosas

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