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La era de la imagen global

Enviado por   •  23 de Febrero de 2018  •  16.539 Palabras (67 Páginas)  •  281 Visitas

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Y no es ajena a esta oposición el contraste entre vanguardismo y tradicionalismo en las artes. La gran explosión de las vanguardias se inició con el siglo. Las dictaduras de los treinta, independientemente de su signo político, pretendieron un «retorno al orden» como vía de utilización de la cultura y las artes para sus fines propagandísticos.

En la Exposición Internacional de 1937, en París, el pabellón alemán de Hans Hoffmann, rematado por el águila con la cruz gamada nazi, y el italia4 no, coronado por una serie de estatuas que representaban las corporaciones fascistas, no estaban muy lejos del pabellón soviético de Borís Iofan, culminado con las figuras de acero de una campesina y un trabajador llevando la hoz y el martillo, de la escultora Vera Mukhina. El contraste es sumamente expresivo.

En una primera aproximación, podría pensarse que se trata sólo de las relaciones que las dictaduras establecen con el arte, de la manera en que lo subordinan e instrumentalizan. Pero la cosa va más allá. Las modificaciones de las artes en aquel período, su transformación en fenómenos estéticos de masas, están en la raíz de los cambios que el arte ha experimentado desde la posguerra hasta la actualidad.

El primer factor a tener en cuenta es el desbordamiento de los géneros artísticos tradicionales, el desarrollo de toda una serie de otras formas de expresión destinadas a incidir sobre las masas, buscando desencadenar su\ respuesta social. La arquitectura y el cine, los carteles y los destiles, las manifestaciones y las canciones, los uniformes y los estandartes... se unen a la literatura, la pintura y la escultura en una vocación de obra artística total, que tiene al conjunto de la sociedad de masas como destinatario y actor.

Esa noción de obra artística total (Gesamkunstwerk), de filiación romántica, había sido convertida por Richard Wagner en el núcleo estético de su concepción del drama musical. Pero, como ha hecho notar Rafael Argullol (1991, 108), cuando desplazando a Fausto (el artista), con Hitler y los nazis, Mefistófeles se convierta en protagonista, esa idea de la obra de arte total se pone al servicio del Estado y acaba generando una experiencia apocalíptica: «Por eso Hitler se atreve a llegar a tanto como criminal y, digámoslo de una vez, como artista. Como él simulador sin precedentes que arrastra furiosamente al mundo hacia la consumación del simulacro.»

Es en ese clima en el que surge la idea moderna de propaganda: la utilización persuasiva de los medios de comunicación, en estrecha síntesis con todo tipo de procedimientos estéticos, para suscitar la adhesión emotiva, incondicional, del individuo.

Pocos escritores y artistas pudieron mantenerse al margen, en los convulsos años treinta, de los imperativos políticos. Pero la capacidad para transferir las posiciones éticas y políticas a una obra .autónoma marca la estatura de los artistas. El caso más representativo puede ser el Guernica (1937), de Pablo Picasso.

El problema es que las dictaduras fascista o comunista no consintieron esa necesaria autonomía de las artes. La subordinación forzosa a la política tuvo así como consecuencia, en ambos casos, la marginación o condena del vanguardismo y la experimentación.

Desde los años veinte, las posiciones vanguardistas y formalistas habían sido siendo relegadas en la Unión Soviética. En 1934 el llamado «realismo socialista» se convirtió en norma estética oficial para todo tipo de manifestaciones culturales y artísticas.

En 1937, los nazis organizaron en Múnich la famosa exposición de «arte degenerado», en la que estaban presentes los artistas germánicos de vanguardia más relevantes, cuyas obras habían sido requisadas.

Otro rasgo de coincidencia: el elemento iconográfico central es la figura del dictador. Mussolini, Franco, Hitler y Stalin son representados hasta la saciedad, por los artistas oficiales y no tanto, y glorificados como verdaderos «superhombres».

Varían los presupuestos ideológicos, pero formalmente los resultados son casi intercambiables. En la literatura y las artes «oficiales» predomina un retorno a la figuración, la grandilocuencia y el monumentalismo. Y en la arquitectura un retorno a los órdenes clásicos.

La monumentalidad de Hitler no era muy diferente de la de Stalin. La gigantesca cúpula de la Gran Sala de los Soldados, diseñada por Albert Speer a partir de un dibujo del propio Hitler, muestra un evidente parentesco formal con el Panteón de los Héroes de la Guerra, diseñado por los arquitectos soviéticos. Ninguna de las dos obras llegaría a construirse.

Pero la «grandiosidad» de los proyectos arquitectónicos no era una simple cuestión ideológica. Las grandes avenidas y plazas tenían una funcionalidad precisa: eran escenarios destinados a acoger los desfiles y manifestaciones de masas. Una dimensión consustancial al espíritu totalitario de nuestra época, como Elias Canetti (1976, 224) hizo ver brillantemente en su lúcido análisis de las Memorias de Albert Speer, el arquitecto de Hitler: «Las edificaciones de Hitler estaban destinadas a atraer y contener al mayor número posible de espectadores. Gracias a la creación de estas grandes masas logró el acceso al poder; pero sabía con qué facilidad tiende a disolverse toda gran masa.» Y, aparte de la guerra, «como buen conocedor empírico de la masa —y los ha habido muy pocos—», agrega Canetti, Hitler sabía muy bien que sólo hay dos medios para contrarrestar su disolución: su crecimiento y su repetición.

Dos medios que fueron conscientemente aplicados por Hitler y sus seguidores en la estetización genera! de Ia política. Ese es el marco en el que adquiere todo su sentido el párrafo de conclusión del ensayo sobre «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», de Walter Benjamín, citado en numerosas ocasiones, pero casi siempre de forma parcial y fuera de contexto. En esas líneas Benjamín (1935-1936, 57) advierte lúcidamente cómo la sociedad misma se había convertido en materia artística, en espectáculo, anticipando así treinta años antes los planteamientos que luego desarrollaría Guy Debord: «La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Este es el esteticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le contesta con la politización del arte.»

De forma «optimista», Benjamín continúa oponiendo a la configuración estética alienante de la sociedad

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