La colonizacion de lo imaginario Capitulos 4 y 5.
Enviado por klimbo3445 • 19 de Noviembre de 2017 • 26.569 Palabras (107 Páginas) • 455 Visitas
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El interés de estos dos estudios es excepcional pues, preocupados antes que nada por la eficacia, los dos autores reelaboraron relativamente poco los materiales que reunieron. En cambio, abundan las descripciones de casos concretos. Los hechos se sitúan en su contexto original. Son identificados los hombres, las poblaciones. Las fechas y las circunstancias son entregadas a la curiosidad del lector. Interesados en no perder nada y en denunciarlo todo a la atención de los demás curas, en "fingir una curiosidad infatigable" para pescar mejor en la trampa a los " dogmatizadores", Ruiz de Alarcón y De la Serna se extienden de manera notablemente detallada en los gestos, en los ritos y —la cosa merece ser subrayada— en las invocaciones pronunciadas por los indios a los que perseguían. Ruiz de Alarcón incluso consignó de un modo sistemático el texto en náhuatl. Por consiguiente, los tratados ofrecen testimonios indígenas que, a diferencia de los recopilados por los grandes cronistas del siglo xvi, no son disociados arbitraria y sistemáticamente de las circunstancias de su producción para ser integrados al sistema de explicación conservado por el autor. Esto no significa que los extirpadores eviten desarrollar una teoría del paganismo indígena y de su persistencia, sino que lo hacen, en gran medida, al margen de las informaciones que consignan. El procedimiento salva al informante indígena y con suma frecuencia al curandero perseguido por el anonimato. Lejos de ser evacuado, él, mucho más que su discurso o sus acciones, es objeto del interés y de la represión que despliegan los dos religiosos. En realidad, esa atención escrupulosa refleja una doble convicción. Por una parte, De la Serna y Ruiz de Alarcón creen en la difusión, en el peligro y en la realidad parcial del universo pagano al que acosan bajo su apariencia de cristianismo. Por la otra, están convencidos de hallarse ante un conjunto complejo que penetra en los menores aspectos de lo cotidiano. De ahí esa mirada que, lejos de limitarse a lo espectacular y a lo exótico, interroga lo anodino, anota las peripecias de la encuesta, el origen de los informantes y la posición del encuestador, con un cuidado que con frecuencia buscamos en vano en la etnología reciente de las sociedades indígenas. Sin embargo, debe tenerse en cuenta —y con razón— que, como sus predecesores, tampoco escapan a los errores de interpretación, a la obsesión por la conspiración clandestina y por los instigadores ocultos que siembran el error y la mentira.
Esa preciosa documentación nos obliga a limitar nuestras miradas, tal como lo habíamos hecho en la lectura de los títulos nahuas. Lo que gana la encuesta en profundidad, lo pierde de modo indiscutible en extensión. Tributarios de sus informantes y sus obsesiones, Ruiz de Alarcón, Jacinto de la Serna y de manera secundaria Ponce de León nos introducen sin embargo en tres regiones que, aunque lejos de agotar la variedad de la Nueva España, ofrecen un campo bastante diversificado para que se puedan multiplicar las coincidencias y adelantar algunas conclusiones. La más septentrional, también la más fría, es el valle de Toluca o, mejor dicho, el sur y el centro de esa región que dominan en invierno las blancas cimas del Nevado. No lejos de ahí, hacia el este, Morelos dibuja una rica cuenca que baja por los contrafuertes del Ajusco y se abate hacia el sur, pasando de un clima templado a los calores semitropicales y tropicales.
Más al sur y todavía más abajo, está el norte de Guerrero donde, diseminadas por esas tierras devoradas por el sol, algunas poblaciones nahuas se mezclan con grupos más antiguos: chontales o tlapanecas. El rasgo común a todas esas regiones a principios del siglo xvii es el desastre demográfico, mucho más cruento aún que el que describían las Relaciones geográficas. Coexisten también variantes ligadas a presencias eclesiásticas más firmes (el valle de Toluca, Morelos) o más relajadas (las extensiones a menudo desiertas de Guerrero), y a una penetración más o menos acusada de la economía colonial con sus haciendas, su ganadería y su explotación de la caña de azúcar, en fin, sus minas en torno a Taxco y a Zacualpan.
¿Cómo captar esa dimensión que, de creer a Duran y con posterioridad a Ruiz de Alarcón, invade la parte esencial de la existencia indígena? Elegir para designarla el vocablo idolatría puede antojarse paradójico en la medida en que es aparentar que se hacen concesiones a los encasillamientos y a las obsesiones de los evangelizadores del siglo xvi. Sin embargo, lo he escogido porque, por una parte, ciertos extirpadores de idolatría supieron presentir el alcance considerable de un fenómeno que rebasaba con amplitud el culto de los ídolos propiamente dicho, las prácticas supersticiosas o los juegos secretos de la magia; porque, sin ser plenamente satisfactorio, permite evitar los términos vagos, al parecer neutros y de llave maestra, de culto y de creencia y, más todavía, los viejos debates sobre magia, hechicería y religión con los que se tendría el peligro de oscurecer más una materia ya compleja. Sobre todo, era preciso renunciar a presentar el proceso de aculturación como enfrentamiento de dos ' 'religiones" que de manera simétrica habrían reunido dogmas, creencias y ritos, ya que habría equivalido a proyectar sobre el mundo indígena desgloses pretendidamente claros pero reductores y tal vez sin gran relación con las configuraciones que proponen esas culturas. Además, hubiera sido falsear la naturaleza y la globalidad del fenómeno encerrándolo en un espacio que ha rebasado considerablemente. Por lo demás, no podríamos limitar el cristianismo colonial a un catálogo de oraciones y de actitudes o al barniz ideológico de la colonización. Hablar de idolatría también es tratar —mediante su referencia a la materialidad del objeto/ídolo y a la intensidad del afecto (latría)— de no atenerse a una problemática de las "visiones del mundo", de las mentalidades, de los sistemas intelectuales, de las estructuras simbólicas, sino considerar también las prácticas, las expresiones materiales y afectivas de las que es del todo inseparable. Es en fin y sobre todo el medio cómodo, inmediato de llamar la atención hacia la especificidad de un terreno que ahora queda por explorar y definir.
Es evidente que las sociedades puestas en presencia por la Conquista se enfrentaron no sólo en el plano religioso, político y económico, sino también y de una manera más global en el terreno de sus enfoques respectivos de la realidad. Situada desde esta perspectiva, la idolatría prehispánica al parecer habría sido más que una expresión "religiosa" que traducía una aprehensión propiamente indígena del mundo, que manifestaba
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